jueves, 18 de diciembre de 2014

Madres desnaturalizadas*


Usted: su cuerpo

Imagine que una mañana, usted despierta sintiéndose mal. No ha estado comiendo porquerías, pero siente unas náuseas continuas e insoportables. En cuestión de días, su olfato se hace intenso y es solo una señal de la serie imprevisible de cambios que apenas comienzan en su vida. Describiré para usted las manifestaciones más notables que su cuerpo puede sentir durante los meses siguientes a esta transformación inesperada. Sea paciente: será un lapso con un límite fijo y un nombre propio. Una metamorfosis. Respire. Sus citas médicas serán innumerables.

Los cólicos y el dolor abdominal estarán presentes en distintas etapas del proceso. Durante ciertas fases, no soportará el calor, el estrés, el dolor de cabeza, el insomnio, la ansiedad y la depresión. Algunos de estos síntomas usted ya los conoce, porque para este momento de su vida, habrá tomado unas 3.780 grajeas de levonorgestrel y etinilestradiol que, además, han dejado considerables manchas en la piel de su rostro. Aumentarán, también en sus pezones y en otras zonas de su cuerpo. Puede seguir acostumbrándose. Novedosos y transitorios serán, en cambio, el sueño que agobia a sus párpados y el cansancio que le impide pensar siquiera en cómo va a poder continuar con su jornada laboral.

Cada vez habrá más sangre en su cuerpo (llegará a duplicarse la cantidad) y ello traerá complejas variaciones en la percepción de su propio cuerpo: usted no solo engordará. El estreñimiento irá en aumento; sentirá vahídos, baja de tensión, entumecimiento de unos músculos y aflojamiento de otros –lo que tal vez conlleve caídas–; tendrá calambres, congestión nasal y hemorragias, indigestión, hemorroides; sus manos y sus pies se van a hinchar así como sus várices, si tiene tendencia a esta afección en las venas. Con el paso del tiempo, notará cómo se va haciendo torpe, porque su centro de gravedad se irá desplazando y cada vez le costará más calcular las distancias de sus propios movimientos: tropezará con frecuencia. Su mente se irá haciendo distraída y olvidadiza, y como la barriga ha desplazado el estómago y los pulmones a la altura del esternón (olvidé mencionar que su abdomen ha ido creciendo vorazmente), sentirá reflujo, llenura permanente, mezclada con mucha hambre, y llegará un momento en que la opresión en el pecho le haga sentir un ahogamiento profundo y constante. Al cabo de nueve meses de espera, usted tendrá una sensación de asfixia muy cercana a la muerte. La presión también alcanzará el nervio ciático, por lo que el dolor en la espalda y en la cadera puede ser desesperante. Las noches serán interminables y los días cada vez más difíciles de soportar. Será peor cuando su deseo sexual se agudice, mientras que el de su pareja –si la tiene– disminuya de modo progresivo.

También ha experimentado dolores en sus músculos pectorales (un engrudo espeso y maloliente se forma allí) y fuertes movimientos adentro de usted, como hipos y patadas propios de un alienígena que, para este punto, habrá sido visualizado y pronosticado por el mercadeo de la medicina, a tal punto, que usted, en más de una ocasión, se habrá sentido desfallecer. Pronto se convertirá en una máquina productora de leche y tal vez llegue a considerar que de haber sabido, a ciencia cierta, todo lo que iría a padecer, tal vez no se habría animado a vivir un embarazo. Un buen día notará que su cuerpo se ha convertido en un objeto público: las mujeres que son llamadas ‘mamá’ querrán compartir a toda costa sus experiencias con usted y la gente, en general, asumirá licencia para acariciar su panza redonda y opinar sobre sus hábitos de vida.

No pretendo incomodarlo, amigo lector, sino situarlo en el hecho primigenio de la existencia: somos ante todo un cuerpo, que nació primero dentro del cuerpo de una mujer. Busco darle relieve a una perspectiva de la que poco se habla cuando se piensa en el erotismo femenino o cuando se aborda la sexualidad, tema también escaso en nuestra cultura. Le propongo a continuación un recorrido por algunas reflexiones en torno a velos que valdría la pena correr, al menos para hacerle contrapeso a las versiones dominantes, cortas y sesgadas acerca de la sexualidad.


Él: amante

Los relatos íntimos sobre la experiencia de ser papá no abundan en las conversaciones, a pesar de que todos hemos tenido contacto con hombres que lo han sido. Yo intento indagar cada vez que puedo al respecto y, en mi búsqueda, solo en una ocasión tuve la suerte de contar con la sinceridad y la confianza de un viejo amigo. Los visité a él y a su esposa cuando estaban aún embarazados, expresión que apenas comienza a usarse y que mi amigo repitió aquella tarde de mi visita.

Luego de conversar toda la tarde, él me acompañó hasta la estación del bus. Me confesó, mientras caminábamos y su esposa lo esperaba en la cama, que es inevitable la disminución del deseo sexual ante el nuevo cuerpo de la pareja. “Sí, se ve bonito, pero no erótico. En definitiva, no es erótico”, me dijo. Su explicación, que suena del todo sensata, es que en la medida en que la hembra elegida ya no es una hembra a embarazar, la atención, de modo espontáneo, comienza a mirar con mayor deseo a las otras mujeres. Me contó que había intentado hablarlo con su esposa y que no había vuelto a hacerlo porque, como es natural, me dijo, para ella se volvió también un problema emocional. Lo otro que pasa, proseguía él, como necesitado de alguien que lo escuchara, es que tú vas a los lugares asociados a la infancia o a la maternidad, y nada de eso está asociado al erotismo: ni la ropa de bebés, ni el brasier talla hamaca, ni el extractor de leche, etc, etc. Escuchándolo, yo pensaba en que si esta experiencia resultaba difícil para un hombre como él, ¿cómo habrá sido la de un hombre como mi padre?

Uno sí empieza a relacionarse con el mundo de otra manera, continuó. ¿Más trascendental? Le pregunté yo, conmovida ante su honestidad. No, me respondió, ni siquiera, yo no usaría esa palabra. En realidad, más natural, más instintiva, más, práctica. Se da uno cuenta de que hay más niños y más mujeres embarazadas de las que uno creía. Empieza a observar cómo las personas agarran a los niños, cómo se comportan con ellos. Se quedó pensativo en ese punto y, como mi silencio se mantuvo, él prosiguió en el sondeo de los tantos aspectos que cambian con la llegada de un hijo: ciertamente la barriga se va convirtiendo en incomodidad. Cualquiera puede entender, dijo, que una persona que no ha dormido bien no pueda estar de buen humor. Y con el dolor en la espalda… Sí, ha estado más malgeniada, y yo la entiendo. ¿Quién no? Obviamente, proseguía mi amigo, estos temas no son de los que se hablan con las personas, en las reuniones. Y yo me pregunté, callada pero decidida: ¿por qué?

Cuando mi amigo dijo “obviamente” y yo asentí, ambos estábamos aceptando que no se conversa abiertamente, ni siquiera en pareja, sobre la intimidad durante el embarazo. Esta es una de las evidencias que habla del pudor persistente en nuestra sociedad en torno a la naturaleza del cuerpo humano, un organismo sometido a la entropía, que contrasta con la imagen estandarizada que impera en los registros visuales masivos, y en los relatos comunes sobre la maternidad como fuente de absoluta ternura.

Luego de aquella visita, fui consciente de que a muchos también les resulta incómodo hablar de las molestias que conlleva la planificación, sobre todo la femenina. Y yo continúo preguntándome, ¿por qué? ¿No es acaso parte de la vida, hoy por hoy? He vivido los ciclos menstruales desde la infancia y la planificación hormonal desde la adolescencia. Ambas vivencias me confirman que la sensibilidad de las mujeres (objeto de caricaturas históricas) tiene que ver con la particularidad de su cuerpo, tanto como su deseo: sus ganas de hacer el amor o de consentir, sus impulsos y arrebatos. Esto también ocurre en el cuerpo de los hombres, por supuesto. Y pienso que también de eso debería hablarse más, pues no solo nosotras reaccionamos por la química de nuestro flujo sanguíneo: nos iguala a hombres y a mujeres el carácter orgánico de nuestra existencia.

Entre tanto, a veces me pregunto por qué en un mundo con tan notables avances científicos, en el que se han producido tan variados y sofisticados métodos de anticoncepción femenina, no ha sido posible desarrollar un tratamiento hormonal masculino. Pero, no puedo negarlo: desconozco la naturaleza química de los espermatozoides. Por otra parte, tampoco sé cómo se sienta vivir en un cuerpo que produce mil espermatozoides por segundo, en una ciudad poblada de imágenes sensuales femeninas (en afiches, vayas, revistas y pantallas). Tampoco puedo imaginar por qué los hombres rehúyen de la vasectomía, pero pueden convivir tranquilos con la sobrecarga hormonal e incluso los traumatismos del aborto experimentados por su pareja. La verdad es que lo poco que sé del deseo masculino prefiero vivirlo en la cama que enunciarlo, porque bastante –sobre todo mentiras– se habla al respecto. ¿Miento?


Él y ella: organismos deseantes en una cultura

El deseo sexual es apenas uno de los aspectos de la vida humana gobernado por el reino de las hormonas, esas enigmáticas sustancias que regulan la función de las células y de los órganos internos, y que inciden en nuestra vida psíquica mucho más de lo que pudiéramos imaginar. ¿Quién diría que incluso factores como la confianza entre las personas, el estado anímico, la capacidad de disfrutar, la sed, el cansancio o la creatividad, tienen su origen en la producción química que recorre nuestra sangre? Ante un fenómeno que incide de tal modo en el cuerpo, desde la nutrición, el crecimiento y el sueño, hasta la actividad emotiva, ¿cómo no tener en cuenta la intervención de los métodos hormonales en el erotismo femenino? Métodos hormonales que engordan carnes a gran velocidad y que consiguen inhibir la fecundación de óvulos persistentes, son ambos parte de los hábitos de consumo de las mujeres y, sin embargo, nuestra mirada sobre el cuerpo femenino navega otras aguas.

En aquella visita a mis amigos embarazados, ambos hablaron durante horas sin muestras de agotamiento. Esto es algo que está hecho para dos, me dijo ella, como queriendo llegar a alguna conclusión sobre su estado. Sí, eso es algo de lo que nos hemos dado cuenta, respaldó él y yo continuaba sorprendida, más que por las afirmaciones de la emocionada pareja, por el asombro mismo que mostraban ante ellas: ¿acaso no se concibe la creatura si y solo si se juntan las dos células? Pero en lugar de hablar sobre su vida en pareja, me contaban sobre la excesiva medicalización del cuerpo durante el embarazo; sobre la mercantilización de este proceso, que manipula la expectativa de los padres para conducir sus formas de consumo (hacia todo tipo de exámenes, productos y procedimientos, porque, ¿qué es lo que un buen padre no haría por su hijo?); y cuestionaron la profesionalización de los saberes que antes se asumían como naturales (curso profiláctico, curso para cambiar pañales, curso de respiración, curso de ubicación en el parto). En este último, llegaron a contarme, se instruye al padre sobre la importancia de no mirar de frente al niño naciendo, por la probabilidad de que la imagen anule el poco deseo que al macho le queda para ese momento. La cabeza me da demasiadas vueltas al recapitular aquella tarde entera de su monólogo.

Escuchándolos, yo pensaba en que no solo mi deseo estaba atravesado por las hormonas con las que planifico y por los vetos con los que he crecido para hablar acerca de la masturbación, del clítoris, del orgasmo, de la homosexualidad, de la promiscuidad y del placer erótico. Incluso, de la voluntad de no engendrar. Pensaba, oyéndolos, que también su deseo como pareja, como hombre y como mujer que regularmente sienten deseos de hacer el amor, estaba atravesado por todos esos aspectos ajenos a su voluntad y de los que, casi con ofuscación, tanto me hablaron aquella tarde. Me parecía vernos a nosotros cuatro (su feto era ya una inminente presencia) como un entramado de procesos químicos y fisiológicos, habitando un entorno profundamente normalizado. Ese encuentro me ha llevado a celebrar que las versiones sobre fenómenos propios del cuerpo de la mujer, como la maternidad, ya hoy no sean unívocas. Es reconfortante escuchar que, además de ser una experiencia maravillosa (que puede no serlo), también es algo que duele. Y que duele mucho. También para la vida en pareja. Y que, de todo eso está hecho el deseo de las personas.

Por otra parte, aunque no he pasado por un embarazo ni por un aborto, las conversaciones que han compartido conmigo mujeres cercanas, me muestran que la sexualidad y el erotismo constituyen un ámbito riquísimo, complejo, vinculado a prácticas de la salud y de la sexualidad que no son exclusivamente femeninas y que afectan profundamente la vida psíquica de las mujeres. En tal sentido, estoy convencida de que sería muy sano para hombres y mujeres desnaturalizar los preceptos aprendidos acerca de la maternidad y de la procreación, así como cuestionar los prejuicios que todos tenemos sobre la planificación, pues así podríamos ampliar, en la cotidianidad, nuestra mirada sobre el cuerpo de las mujeres y, con ello, la comprensión y el disfrute de su erotismo.


Ella: mujer histórica

Mi abuela, una católica acérrima, recibió una amenaza de excomunión cuando le preguntó al sacerdote de su parroquia a qué método de planificación podría acudir. De sus 16 hijos a la única hija que tuvo mi madre, uno pensaría que las cosas han cambiado. Sin embargo, contrario a lo que podría inferirse del dominio visual en nuestra cultura, la nuestra sigue siendo una sociedad impregnada de pudor por el cuerpo: la herencia vergonzante que viajó en las mitocondrias de nuestras abuelas sigue viva, y ello se refleja en el sesgo cotidiano que todos podemos experimentar en torno a los ‘temas femeninos’, y en el grueso velo que cubre las vivencias propias del cuerpo de las mujeres. No vayamos tan lejos: cualquiera que haya visto la publicidad de las toallas higiénicas sabe de lo que hablo. ¡Nadie que no lo haya vivido podría imaginar, por ejemplo, cuánta sangre corre días después de un parto!

Volviendo a la visita que les hice a mis amigos embarazados, recuerdo que mientras él nos hacía café, ella me decía: uno dizque ha luchado por su individualidad, y de repente, uno ya no es uno. La gente ya no pregunta cómo está uno, si está feliz, sino cómo está en función de su rol de ser mamá: la hembra que es medio de la criatura y portadora, a su vez, del historial genético. Uno se vuelve, entonces, un objeto público: todo el mundo te dice cómo tienes qué sentarte, qué debes consumir, cómo no debes dormir; qué debes hacer con tu cuerpo y de qué maneras. Claro que, pensaba yo, ella misma no podía parar de hablar de una sola cosa: su embarazo. Antes de irme, los cuatro tomamos café oscuro.

Y, sí: las cosas sí han ido cambiando. Mi abuela, por ejemplo, siempre estuvo de acuerdo en que sus yernos fueran con las prostitutas, o con amigas suyas, a satisfacer lo que una parturienta no le podía ofrecer. Solo una de sus siete hijas se rebeló y cuestionó la situación, por lo cual, madre y marido la golpearon. Supongo que un impulso así, en una mujer como mi abuela, viene de lugares como el pavor infundido por el sacerdote. Ella nos contaba que ningún hombre la había visto desnuda, jamás. Que ni siquiera ella había visto su propia desnudez, porque había aprendido que eso era pecaminoso. Recuerdo que un día mi madre saltó: ¡mamá, y con tantos hijos, mi papá nunca la vio desnuda? –No, mija. Por eso nos enseñaron a ponernos el camisón sin calzones. Yo a veces me despertaba y ya estaba él encima–. En otras ocasiones, mi abuela recordaba a su propio papá: nosotros fuimos 22, nos contaba, y mi papá siempre nos decía que las mujeres éramos la desgracia que Dios le había mandado a los hombres. La primera vez que mis abuelos se besaron en los labios fue en los últimos días de él, a sus 86 años.

Sí, hoy es distinto. Me siento afortunada de contar con la sinceridad de hombres que aceptan sentir vergüenza de hablar de su propio nacimiento o de mirar a sus mamás como cuerpos sexuados, y la de mujeres que me han confesado odiar muchos aspectos de la maternidad (por ejemplo la lactancia, porque duele y puede llegar a ser muy desagradable para la mujer misma). Con frecuencia me cuestiona el espacio que pueden tener las conversaciones cotidianas acerca de cómo es ese cuerpo cambiante, desnudo, frente a otro que lo mira, lo huele y lo acompaña, en una sociedad en la que todavía muchos hombres se abstienen del erotismo y de la sexualidad cuando su pareja está menstruando. ¿Me equivoco? No: sé de lo que hablo. ¿No resulta increíble que se suspenda el deseo ante un ciclo natural y limpio del cuerpo deseado? Sé incluso de hombres que han golpeado a su mujer porque al buscarle los senos, estaban enjuagados en leche, olorosos a queso. De hombres que al mirar la vagina de su amante han llegado a decirle que es asquerosa. Y también de mujeres que son incapaces de abrir las piernas y dejarse contemplar por su marido. ¡Qué decir de las madres solteras! Eso viene a ser un escrito aparte.

Todas estas manifestaciones de lo que vive en secreto la sociedad (que cada lector podrá nutrir a partir de lo que a su vez ha vivido, visto y escuchado), muestran lo deseable que sería abordar de modo explícito la diversidad de aspectos que intervienen en la sexualidad humana, algo tan natural como el hambre y la digestión. En la medida en que podamos liberarnos del impulso a mantener ocultas tantas sensaciones que en realidad son comunes, seguramente nuestra capacidad de disfrutar la corporalidad va a verse favorecida.

Todos los seres humanos, sin excepción alguna, hemos pasado los primeros meses de nuestra existencia en el vientre de una mujer. ¿Por qué, entonces, el fenómeno de la maternidad es un tema casi de gueto femenino? O en su contexto, amigo lector, ¿es un asunto abordado con frecuencia, de modo abierto? En el mío, encuentro que a veces casi es vetado, en las conversaciones en las que no hay papás o mamás en estado de emoción; otras veces, es asumido solo por las mujeres, desde una mirada que pretende homogeneizar la experiencia, como si ser mamá se redujera a tener una dulce barriga.





Yo: lectora

Como ya lo habrá notado, no soy bióloga, ginecóloga, química ni médica y la verdad es que no puedo dar cuenta de los procesos fisiológicos humanos, por mucho que venga consultando al respecto desde hace un buen tiempo. Sin embargo, pertenezco a una generación de mujeres que escucha con reservas lo que repiten muchas tías, mamás, primas y abuelas sobre la maternidad como el punto culminante en la realización de una mujer. Lo confieso de nuevo: aprecio haber oído de mujeres que han parido que en vez de realizarte, un hijo puede llegar a limitarte y a frustrarte, y saber que no en todos los casos ser madre es lo más lindo que te puede pasar.

Hace poco leí a Fran Lebowitz en una entrevista diciendo lo siguiente: “Si una mujer tiene un hijo –su gran desventaja en la vida– más temprano que tarde estará completamente interesada en él. Tendrá toda su atención centrada en su bebé cuando, por ejemplo, se encuentren en la misma habitación. Y no es esa persona a la que quieres como tu abogado. Y no existe la menor posibilidad de que te haga reír.” Es deseable que circulen también estas perspectivas, porque pocas veces tenemos la oportunidad, hombres y mujeres, de darle a la decisión de engendrar una significación que acoja la complejidad de la vida humana, en vez de reducir tal decisión (ahora que comienza a serlo, antes era una imposición incuestionable) a la simpatía y al anhelo de perpetuarse en otro que, por lo que veo, no es solamente un instinto.

Ser parte de una sociedad hace que la existencia esté marcada por cuestionamientos incómodos en cada momento de la vida: ¿Y qué vas a estudiar? ¿Y cómo va tu tesis? ¿Y tienes novia? ¿No tienes novio? ¿Eres gay acaso? Ah, ¿y cuándo se van a casar entonces? Ya que se casaron, ¿cuándo van a encargar? Y ahora que tienen ese hermoso bebé, ¿cuándo van a tener el otro? A esto me refiero cuando hablo de lo que, creo, sería sano: a un respiro de las imposturas sobre el deber ser de nuestros cuerpos, que desean desde su propia y compleja individualidad.

*Publicado en la Revista Divaneando