miércoles, 11 de febrero de 2015

Reseña

Carolina López Jiménez
En la punta del lápiz
Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia
2013
116 p.
  

No había historia al principio. Primero fue el impulso, la sensación. Y mucho antes estaba la vida. ¿De qué si no de vida están hechas las ficciones? P. 103

Contar solo hasta el final de esta reseña que la autora de En la punta del lápiz es mi más cercana amiga, podría dar pie a creer que he escrito desde la intimidad de dicha amistad. Es cierto que mi lectura de esta novela estuvo atravesada por incansables conversaciones y lecturas compartidas con Carolina desde mucho antes de que su mamá enfermara y durante parte de la enfermedad misma, que viene a ser la semilla de la novela. No obstante, con la distancia que corresponde, me sitúo a continuación como lectora de un relato cuyas imágenes (sobre todo las del final) me cautivan cada vez que regreso a este liviano tomo con ilustraciones seductoras, Premio Nacional de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín en 2013.

Al evocar aquello que uno está por decir, con la urgencia de no dejar escapar algo que hace cosquillas en la lengua pero para lo cual no se encuentran aún las palabras, el título anticipa el ánimo de experimentación que atraviesa las páginas de este relato, cuya imagen central podría ser la transformación. Esta se manifiesta principalmente en sus dos protagonistas: Matilde Díaz y su hija, Caliza Oropel Díaz, quien despierta a la conciencia de su oficio como escritora durante el hondo proceso que lleva a su madre a convertirse en otra. En muchas otras, a las que ella misma y todos en su entorno tendrán que aprender a acostumbrarse.

A través del tejido no lineal de recuerdos que propone la voz narradora, descubrimos en el nacimiento la expresión más aguda de la transformación. No el nacimiento biológico, sino aquel que define el carácter indeterminado de toda vida en desarrollo. Quizás como una manera de acercar al lector a la experiencia material de sentarse a construir una ficción, el relato deja ver que sus protagonistas ven la luz como personajes durante el proceso mismo en que la narración va emergiendo, y que lo hacen desde el origen complejo y a la vez cotidiano que se remonta a eventos, decisiones, y lugares anudados en la memoria de la narradora, Caliza. Ella, a través de imágenes tan vivaces como sutiles (pero no sentimentales), nos muestra el modo en que Matilde se inicia en la enfermedad, luego de haberlo hecho también en el ser esposa, funcionaria y mamá. Así, la paciente y su tutora, la madre que hoy deviene enigma y la escritora que la observa, brotan de un modo simultáneo y su vida se proyecta muchos años atrás. Desde los primeros trazos con colores y la contemplación infantil del mundo, desde los dulces poemas aprendidos en la escuela, hasta la corrosión de los años y de la enfermedad, que también resulta ser fruto de las fuerzas modeladoras de nuestra sociedad, cuya presión se ejerce en los paisajes habituales de apariencia más inofensiva.

Como es de esperarse, esa transformación tan marcada en las protagonistas se expresa también en el universo que habitan. Mudan los personajes; lo hacen también las circunstancias, si bien con menor intensidad. Los escenarios de la historia coinciden con lugares reales (Pereira, Bogotá,  Caicedonia, Berlín), salvo uno de ellos, Albenia. Esta diferencia puede generar ruido, como también despertar intriga. ¿Podría ser un instrumento de distancia emocional por parte de la autora, o, de modo llano, indicio de un lugar construido con las estrategias de la ficción? Es probable que la intención haya sido reservar un lugar imaginario para recuerdos urdidos en la elaboración del relato, pero el texto no nos da pistas sobre esta decisión y su función queda a nuestro criterio.

La novela juega con las convenciones de este género. Nos encontramos en sus páginas algunos pastiches de citas, reminiscencias de lecturas, piezas gráficas, constancias o registros íntimos que se articulan con lo narrado a través de los párrafos. Y luego, al final, el lector descubre una bibliografía, una huella de las lecturas que son declaradas parte imprescindible de la obra.

En términos de estilo, Carolina le apuesta a saltar esa barda que aísla al lector de carne y hueso que, aunque sigue el juego de la ficción, sabe que hay alguien, también de carne y hueso, comiéndose las uñas tras la pantalla, rodeado no solo de sus propios recuerdos y de secretos deseos, sino también de agendas, notas y fotografías, de recortes, lápices y borradores. De una singular belleza resulta el final de la novela, donde podemos sentir una sincera afirmación de la vida, en el nacimiento doble de Matilde Díaz y el de su hija Caliza dibujándola.

Hay varios detalles exquisitos en los recursos visuales, en particular: “Algunos utensilios prácticos para la vida”, ilustración de Carlos Andrés Orozco, y “Visión mínima sobre la vejez”. Así mismo, varias imágenes poéticas deleitan, sobre todo en la narración de la infancia y de la tierra a la que esta pertenece. A mi modo de ver, la línea de tiempo en que se desarrolla Matilde resulta mucho más sólida que la de Caliza, lo que nos deja sentir en Matilde los trazos firmes y nítidos de una totalidad, un personaje profundo que contrasta con los contornos más difuminados de su hija. Valdría la pena contar con una segunda edición, pues 1.000 ejemplares de la primera resultan pocos para su difusión. No obstante, se encuentra disponible aquí.