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Los conservadores que censuraron el trabajo de Débora Arango en la primera mitad del siglo pasado se habrían sentido tranquilos por la posteridad de su labor, si alguien les hubiera dicho que, a principios del siguiente, habría almacenes que se negarían a vender una revista cultural que en su portada exhibiera el seno desnudo de una mujer, al menos sin un sticker encubridor. La publicación del número 80 de la revista Arcadia conllevó un inusitado escándalo. Lo primero que sorprende en él es enterarse de que las políticas de visibilidad en los almacenes colombianos son reguladas por asociaciones de padres de familia. ¿No era solo el Colegio el escenario de este tipo de agremiaciones? (De las comisiones de televisión no hablo porque, viendo las novelas, los comerciales y los noticieros en Colombia durante la última década, sabría uno que allí, padres muy preocupados no hay).
Por otra parte, los límites que definen esas políticas también sorprenden, porque, ¿no se venden en nuestras tiendas tipo papelería y supermercado, libros de anatomía humana y de historia del arte, así como revistas de entretenimiento y periódicos? Las personas que conocemos ese tipo de almacenes sabemos que en sus estantes se exhiben a la mirada de las familias consumidoras diversas publicaciones y abundantes formas de publicidad.
Con esta alusión al espectro visual de aquellas singulares tiendas donde, en pleno 2012, emerge la censura en nombre de preocupados clientes, me surge una tercera extrañeza. De ser cierto que en Colombia los adultos tienen la potestad efectiva de censurar las imágenes que, por fuerza, les llegan a sus hijos, ¿qué es lo que les inquieta cuando piden vetar una portada? Es decir, si un adulto prefiere que, en el supermercado, su bebé no pregunte por qué esa señora de la foto sale con una teta como la que tiene su mamá, ¿qué se expresa en esa preferencia? ¿Le molestará al adulto reconocerse como igual al hijo, en la condición de haber chupado una así al nacer? ¿Por qué se indignan los padres y las madres de familia ante el hecho de que, en algún lugar, se exhiba un pezón desnudo? Es bien pequeño el pudor en nuestra cultura.
Ahora, si ese mismo adulto viaja con su pequeño hijo a Barichara y conoce la iglesia de Santa Bárbara, ¿qué hará cuando descubra que la virgen de ese altar se baja con una de sus manos la tela del pecho izquierdo y deja ver, así, una suave, erecta, redonda y lozana teta, blanco piedra esculpida? ¿Tendrá la potestad para recoger firmas y vetar todas las vírgenes que aparecen mostrando uno de sus senos, en la iconografía católica? Superado el impasse, cuando ese adulto regrese a la ciudad de las mega-distribuidoras, volverá con su familia a los susodichos almacenes, a hacer mercado en algún momento y a comprar, por ejemplo, los cuadernos de los niños. ¿Cuántos cuerpos anoréxicos podría rastrear ese adulto en todas las manifestaciones publicitarias de productos como galletas, cereales, licores o pinturas; en anuncios, en periódicos, en revistas; en portadas, en entrevistas, en sesiones de fotografía?
Los habitantes de las ciudades modernas sabemos que ese adulto inquieto, se encontraría entonces con muchísimos cuerpos estándar, contrarios a la naturaleza de los cuerpos reales, aquellos que se transforman. Así ocurre al caminar por las calles. ¿Qué hará entonces este adulto? ¿Vetará a Norma porque en las portadas de sus cuadernos aparecen con vikinis sugerentes mujeres jovencitas, flaquitas y riquitas, que incentivan la anorexia de sus hijas, la kilo-fobia de sus hijos y las silenciadas frustraciones de la esposa? ¿Vetará las vayas de la ciudad y todas las portadas de revistas como Soho y otras, también fieles clientes de Photoshop? ¿Venderá el televisor? ¿Quemará las portadas de todos los vinilos que encuentre en sus anaqueles? (¡Sería una pérdida considerable!) ¿Le pondrá un filtro al aparato en el que su hijo usa Internet, para que no pueda acceder a páginas de arte ni de biología? ¿Impedirá este adulto, ansioso de cierta higiene visual, que sus hijos aprendan a masturbarse?
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Es de esperarse que visitantes y administradores de una tienda en la que se vendan publicaciones culturales, compartan algún interés por su contexto en común. A ambos les interesarán, por ejemplo, las buenas costumbres, como el cultivo del aprendizaje, de la celebración de la vida, y el respeto al trabajo del otro. Tal vez, disfrutarían así el hecho de que existan muchas formas de construir un autorretrato, en lugar de cuestionarlo. Tampoco ignorarían que muchos senos, muchos pies, muchos cuerpos desnudos, aparecen en la historia de las bellas artes. En tal caso, quizás, menos aun pretenderían limitar la circulación de un medio que da a conocer el trabajo, no solo de los artistas, sino también de los museos que se dedican a exhibirlo. Incluso, el de investigadores, editores y autores que se ocupan de que toda esa otra labor se expanda a los públicos. ¿Sabrán, administradores y padres de familia censores, de qué habla el trabajo de la artista francesa ORLAN?
Uno de los aspectos de su obra que la hace una artista notable en nuestros tiempos, es haber sido la primera en utilizar la cirugía plástica como una forma de cuestionar el ideal de belleza femenina que algunos artistas hombres han pintado. Las formas de expresión que ella ha elegido son objeto de muchas críticas. Lo mismo ocurrió con la pintura de Débora Arango, en el mismo siglo. Pero, al margen del agrado o del rechazo hacia su opción plástica, no deja de ser interesante saber que existe, en el mundo de la publicidad exacerbada, un Manifiesto del arte carnal en el que se asume el debate público que, de modo inevitable, suscita la tecnología de la cirugía plástica. En palabras de ORLAN, nacida en 1947, “El Arte Carnal no está en contra de la cirugía estética, sino en contra de los estándares que la dominan, particularmente, en relación con el cuerpo femenino, pero también en relación con el cuerpo masculino”. Me pregunto si las mismas familias que se escandalizaron por el pezón de esta mujer, se escandalizan, por ejemplo, porque las esposas/mamás/trabajadoras quieran, compulsivamente, operarse, aun después del documental de Jessica Cediel.
El Museo Nacional de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Medellín, exhiben por estos días una parte de la obra de la artista colombiana Débora Arango, quien nació en la primera década del siglo pasado. Pese a sus pinturas de mujeres desnudas y de deplorables hechos de la realidad política del país, fijó con acuarelas y óleos su nombre en la historia del arte latinoamericano. Cuando digo “pese a”, me descubro nuevamente sorprendida, pues sospecho que algunos de los niños y jóvenes que fueron a la exposición de Débora Arango por cuenta del colegio, hecho deseable, son hijos de quienes sintieron pudor por el autorretrato de ORLAN exhibido en una revista que tal vez, ellos no conozcan.
De los cambios que ha vivido el mundo desde la generación de mi abuela hasta la mía, es probable que espectadores, lectores, asociaciones de padres de familia y administradores de almacenes, estemos de acuerdo en que es de celebrar que las mujeres tengan hoy un nombre visible en la historia del arte. Es legítimo esperar un acuerdo también en cuanto al disfrute estético que es capaz de producir una imagen vivaz y robusta del cuerpo femenino, lograda con técnicas audaces para usar pincel. Por eso, invito a las asociaciones de padres de familia que sienten molestia con la existencia de la pornografía (cosa muy distante de la contemplación de un pezón), a que vayan a ver con sus hijos, que de tontos no tienen un pelo, la obra de Débora Arango exhibida. Nuestra artista, amenazada de excomunión en tiempos en que mi madre estaba por nacer, dijo que pintaba paisajes y desnudos “porque en el paisaje y el desnudo está la naturaleza palpitante y escueta”. Ella, como las hijas y las madres modernas, sabía que el cuerpo femenino engorda, envejece, en tanto cuerpo de mujer/mamá/trabajadora, que engendra y que lacta, que se excita y se eriza, en la pelea como en el sexo, en el frío como en la caricia. ¿Es algo que deberíamos mantener oculto?
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Señoras madres y señores padres de familia, señores guardianes de la moral pública: la malicia la ponen los adultos en lo que eligen interpretar de la realidad. El diablo habita en quien lo ve por todas partes. Quizás es por cierto tipo de asociaciones de padres de familia que en nuestro país a alguien se le ocurre pedirle a una pareja homosexual, que se abstenga de besarse en un espacio en el que hay niños. ¡Sorprende, el compromiso de los centros comerciales en este país, con la salvaguarda de los valores de la familia colombiana! Uno de estos parece ser, para ellos, el de la ignorancia como un bien deseable de heredar.
Encantador artículo, no sólo por la sensibilidad con el lenguaje sino sobre todo por los elementos que señala (y que nos ayuda a ver).
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