Las telenovelas colombianas inspiradas en el narcotráfico ni agotan el
fenómeno, ni recrean un pasado superado.
Paralelo a la espuma que ha
levantado una reforma constitucional diseñada para liberar a los políticos de asechanzas
fiscales, la polémica sobre la telenovela colombiana Escobar. El patrón del mal, se mantiene. Aunque las novelas sobre
narcos (y sobre mujeres de narcos) abundan en nuestra televisión desde hace
unos cinco años, esta vez se trata del mandamás: una historia, que se pretende
sepultada, sobre uno de los mafiosos más reconocidos en el mundo entero, tan
colombiano como las orquídeas. No obstante, nada más arraigado en nuestro
presente que los tráficos ilícitos y la proliferación de patrones, de tal suerte
que el epígrafe de la novela, “quien no conoce su historia está condenado a
repetirla” resulta hipócrita, pues su relato, ni atiende a la complejidad de la
historia de una sociedad, ni en realidad alude a un pasado clausurado.
No hay motivos serios para
restringir la exhibición de historias sobre mafiosos, sicarios, prostitutas y
traficantes de drogas y de armas. Lo cuestionable es que se haga desde un solo
ángulo; que nuestras telenovelas recientes enfoquen siempre a los mismos protagonistas
y que se construya para ellos cada vez el mismo rol narrativo, como queriendo
dejarle al espectador una versión unívoca, muy clara, sobre quién tiene el
poder, qué hace para conseguirlo, y quién lo padece. En efecto, la pretensión
histórica de nuestras telenovelas no da todavía para hacerlas sobre las hordas
de desplazados, producidas por usurpaciones ancestrales de tierras, que generan
cambios profundos y problemáticos en la vida urbana. Tampoco, sobre las
familias de los guerrilleros y de los soldados rasos; sobre el día a día de los
raspachines ni, menos aun, sobre la vida hostil de nuestros campesinos. Los
relatos oficiales, centralistas y masivos de nuestra realidad como país, difunden
la idea de que el mercado del narcotráfico es solo una cuestión de unos cuantos
maldadosos que se juntan. Como si no fuera uno de los hilos de nuestra
economía, y como si las historias anónimas de todos los escenarios sociales no
hicieran parte de la Historia.
Lo cuestionable, entonces, no es
que las productoras nacionales nos sigan contando que aquí el sicariato es un
oficio que se paga con sueldo de nómina (eso también nos lo cuentan los
paramilitares en las audiencias y en la prensa desde hace varios años), ni lo
es que nos recuerden el trato denigrante de los mafiosos hacia sus amantes. Tampoco
es cuestionable por sí mismo que, desde los últimos cinco años, haya una
producción anual de alto presupuesto sobre el tema. Sin embargo, viendo las
apuestas narrativas que allí se repiten, sí resulta cuestionable que en
nuestras novelas sobre narcos y sus mujeres, el contexto social en el que se
originan las realidades de personajes macabros sea cubierto con el velo del espectáculo.
Si lo que más vende es la abundancia de tiroteos, de tetas y de gritos soeces, entonces
todas las cámaras son puestas en ese único aspecto de la realidad, como si
fuera un brote espontáneo de la naturaleza. Y, patrocinado el producto, se
vende en nombre de una historia que se pretende compartida.
Esas grandes producciones que
vienen mostrándole al público masivo la vida opulenta y chabacana que se dan
los narcos (y sus mujeres), omiten en sus relatos el entramado causal en el que
se inserta el narcotráfico, pues lo abordan como si se tratara de un fenómeno
desvinculado de las decisiones políticas y económicas de nuestros gobernantes,
y como si no tuviera consecuencias complejas y prolongadas en la vida concreta
de los campesinos, de sus hijos, y de los hijos de la clase media. En
el caso concreto de la novela sobre Pablo, su publicidad anuncia que se
trata de “la producción más ambiciosa realizada en Colombia”, y eso resulta
cierto sobre todo porque pretende contar “la historia como la vivimos”. ¿La
vivimos quiénes? Esa primera persona no acoge sino a un selecto grupo de
colombianos, que vivieron uno de los aspectos de la historia nacional, que
tampoco es que sea pretérita.
Es cierto que las ficciones
tienen la facultad de interpretar la realidad y de inventársela. Pero, si se
publicitan como documentales, se imponen el requisito de un asidero en la
realidad. En Colombia, saber que Pablo Escobar se inventó las fuerzas
paramilitares para asegurar el dominio de las mejores tierras del país no
agota, ni de lejos, nuestra historia.
Quienes venimos siguiendo la prensa local durante la última década sabemos que esas
fuerzas crecieron, evolucionaron y siguen activas. Sabemos, también, que sus
alianzas no son solo tratos aislados con uno que otro delincuente. De hecho,
somos testigos de que esa tronada extradición de los noventa, revivida por la
novela de Pablo como la gran jugada política contra el narcotráfico, es hoy el
mecanismo que les permite a unos patrones reducir sus condenas y eludir juicios
por masacres, y a otros patrones, mantener oculta su agenda política paralela. Tal
como hemos vivido la historia del narcotráfico en este país, sabemos que son
parte de ella los cientos de masacres de las décadas recientes, fruto de un
trabajo organizado, sistemático y continuo que puebla nuestro subsuelo de fosas
comunes. Y sabemos también que todos lo saben, hoy como hace diez años, del
presidente para abajo.
El nuestro sigue siendo un país
de patrones; de usurpadores de tierras y de campesinos usurpados. Por eso la
traducción al inglés del nombre de nuestra polémica serie, The drug lord, no le dejará comprender al espectador foráneo la
complejidad de una historia aún en curso. Aquí, ‘patrón’ designa al que hace y
deshace a costa de lo que sea (o de los que sea, más bien); al que nadie puede
contradecir; al que dispone de cualquier recurso para hacerse a las tierras, y
para acallar a cualquiera que ose señalarlo. Y de esos hay por doquier en
Colombia, de manera que el cuestionamiento que se dirige hacia las abundantes
narco-ficciones de nuestra televisión conlleva tal vez un cuestionamiento con
mayor fundamento, dirigido a una historia de narco-gobiernos y del narco-Estado
en el que nos hemos convertido, así el capo más vistoso sea mirado hoy como una
leyenda. Porque, contrario a lo que prolifera en nuestros relatos masivos, ni
los problemas se solucionan a punta de bala, ni el mal es obra de un solo lord.
"Lo del narcotráfico es un problema insoluble por parte de Colombia, con Farc o sin Farc. Porque sus raíces no están aquí, sino en los Estados Unidos. Como he venido repitiendo desde hace 40 años, el narcotráfico no es un problema porque existan siembras de coca en las laderas de los Andes, sino porque esas siembras son ilegales por decisión de los gobiernos de los Estados Unidos. Y como consecuencia de esa ilegalidad el tráfico de la cocaína constituye el negocio más rentable del mundo. Para quien sea que lo practique: una guerrilla o una mafia criminal. Todas las guerrillas del mundo se financian con tráfico de drogas prohibidas, y todas las bandas criminales también (y todos los bancos)."
ResponderEliminarFuente: A. Caballero en: http://www.semana.com/opinion/guerra-paz/184235-3.aspx