Nuestro idioma parece conllevar una aporía nominal
en tiempos de fama para la equidad de sexos. Pero, se trata solo de una fase en
un proceso de largo alcance, que confunde los sexos humanos con los géneros
gramaticales.
De un
tiempo para acá, los discursos y las comunicaciones reflejan en nuestro idioma
el devenir de una revolución todavía en curso. Conscientes de las improntas
históricas en la lengua, hoy reparamos en la designación genérica de las formas
masculinas que ha persistido por siglos. Dios creó al hombre primero y de él,
luego a la mujer, según la tradición por la cual aprendimos que ‘de él’ se
refiere a la primera criatura. Sonaría extraño si habláramos de la creadora; no
nos remitiría a una entidad.
Según esta
lógica, aprendices de una lengua cuyas palabras tienen género, asimilamos la
concordancia y sabemos que por convención, cuando se diga ‘el hombre’, se
entenderá ‘quienes pertenecen a la
especie humana’ y, cuando se diga ‘los seres humanos’, se respetará la
neutralidad del ‘ser’, que nombra a quien
tiene el atributo de ser y que, en su forma, concuerda con la del masculino, cerrándole
el paso a ‘las seras humanas’ y ‘los seros humanos’. Pero, una cosa es el
género gramatical, que además de femenino y masculino tiene neutro: lo real, por ejemplo, y otra, el sexo
femenino y el sexo masculino, propios de la especie humana. Cabe preguntarnos,
de paso, por los criterios para definir el género gramatical con el cual enunciar
a travestis, transexuales, transgeneristas e intersexuados.
Muchos vocablos
de nuestro léxico difieren de la terminación en a o en o. Pensemos en las
terminaciones en ante o ente: quien hace o ejerce. Caminante, oyente,
delirante. O, en sustantivos como lince, joven, institutriz, personaje o
especie (que no es lo mismo que especia); en adjetivos como feliz, dócil,
agradable, audaz, y en un pronombre como ustedes. Contamos, además, con
palabras cuya terminación en a rige
para ambos sexos: pareja, camarada, colega, beta, optimista, alcahueta, analfabeta. Y,
asimismo, con algunas de exclusiva terminación en o: piloto, modelo, testigo, vástago. Estos son los sustantivos
epicenos, cuya forma rige la concordancia sin importar ni el sexo ni el género
del referente. Según esta categoría, las mujeres que conforman una junta para
reivindicar a víctimas firmarán en cuanto miembros, no en cuanto miembras, y
los víctimos recibirían doble agresión, de ser llamados así.
No obstante
esta diversidad de nuestro idioma, la gramática normativa hoy aprueba decir
concejala, fiscala, jueza, coronela, alcaldesa y presidenta. Y creemos que se
hace un reconocimiento equitativo de la mujer con esta restitución fonética,
sin tener en cuenta que se trata de sustantivos que, por su forma, tienen el
atributo de nombrar parejo a cualquier individuo que ejerza los cargos
respectivos.
Este hecho
gramatical y cultural (sin que en realidad sean independientes lengua y
sociedad) da cuenta de la tensión que aparece en el acto de la enunciación. Qué
es lo nombrado equivale a qué se afirma, a qué tiene un lugar visible en la
realidad inmediata. A partir de esta evidencia, sumada al criterio de la
economía del lenguaje, la escritura dirigida a masas va implementando soluciones
de gráfica hermafrodita, que no resultan naturales en la oralidad. O, ¿podría
leerse con fluidez un discurso en el que cada línea tuviera formas visuales
como “Nosotrxs lxs ciudadanxs hablamos a todxs lxs presxs políticxs”? Así
mismo, ¿cómo hablar adecuadamente del Día
del niñ@? ¿Acaso llegaremos al Día de[-]l/[a]niñ@? Menos mal nos queda la palabra niñez!
Si fuéramos
excesivas y rigurosos, las y los hablantes tendríamos que incluirnos a nosotras
mismas y a nosotros mismos en cada adjetivo, pronombre y nombre que pudiera
resultar excluyente. Si quisiéramos aplicar a ultranza el espíritu igualitario
entre los sexos, el lenguaje se iría volviendo resbaladizo: ¿cómo usar, estando
en grupos mixtos, expresiones como ‘ambos’, ‘nosotros’, ‘suyos’? ¿Cómo decir ‘estoy
con unos familiares’, para enunciar a tías y a tíos? O, ¿cómo decir, hombre y
mujer, ‘los dos tomaremos vino’? La multiplicación de vocablos que produce en
nuestro idioma la tendencia bienunciataria se vuelve un tropiezo. Pero
persistimos, por la conciencia del poder de lo que viaja a través de la lengua.
Incluso, algunas se precian de decir ‘a una le gusta quererse a una misma’,
pasando por alto el carácter de lo neutro, que no es lo mismo que el de la
neutra.
Por esta
costumbre de que la generalidad vaya en o
y no en a, a hombres y a mujeres nos
causa extrañeza ser nombrados en femenino. Sin que tenga sentido, sigue primando
la norma por la cual aun cuando la mayoría de un grupo destinatario sean mujeres,
los apelativos deben ser masculinos: las personas no solemos reparar en que se diga
“queridos compatriotas”. Las entradas se enmarcan con un “bienvenidos”, y los
lectores, los consumidores, los espectadores, al margen de nuestra entrepierna,
nos sentimos como tales. Esta fuerza del hábito hace que si uno le da primacía
al “nosotras, las personas”, por mencionar una alternativa que socava la
familiaridad, mucha gente se precipite a sentenciar en uno –uno, el ser– a una
feminista avinagrada. Sin embargo, los usos de la lengua son tan dicientes en sí
mismos, que no sonaría igual llamar a un grupo de estudio “Escritoras en
pantaloneta” que “Escritoras en tenis”. ¿Me equivoco? Y así, mientras nos
desgastamos inventando formas de incluir as y os hasta el estorbo, este tipo de
evocaciones en la cotidianidad pasan inadvertidas.
Las
repeticiones de artículos y de símbolos ilegibles se van volviendo mecánicas, así
como las caricaturas que surgen al abordar las cuestiones del género. Abad
Faciolince, por ejemplo, ironiza de modo ramplón con expresiones en su Twitter
como “Que ellas digan ya en lugar de yo” o “amora, en vez de amor.” El lugar de
la enunciación se vuelve trivial. En “Las migraciones. La tolerancia. Lo
intolerable”, Umberto Eco cuestiona que la political
correctness en Estados Unidos se esté volviendo una nueva forma de
fundamentalismo en el lenguaje cotidiano, “que trabaja sobre la letra en
menoscabo del espíritu”.
Los usos
lingüísticos que insisten en nombrar ambos sexos al designar generalidades, y
también las reacciones que esta tendencia provoca, muestran que el foco de la
enunciación se desplaza, o bien hacia la mirada desdeñosa sobre una llana obsesión
feminista, o bien hacia la repetición trasnochada de las y los, que empieza a
convertirse en el símbolo de un trato que apenas se pretende igualitario, pero
que a diario flaquea. En la cotidianidad, el reclamo nominal sucumbe ante los
hábitos de las expresiones de flirteo y de cándida malicia. Es así como este
contraste entre los esfuerzos verbales y la inercia de la cultura, en la
sociedad hispanohablante, me habla más de una revolución todavía en curso y, de
hecho, bastante joven, que de un asunto menor entre as y os.
En la
literatura de la academia angloparlante, se ha optado por intercalar she y he para referirse a los sujetos en los ejemplos. Es una salida
ingeniosa y fácil de aplicar, en una lengua cuyas palabras no tienen género y
en la que, por tanto, no es un problema la concordancia genérica. Esto, sumado
a su facilidad para adaptar las formas a los cambios que van produciendo los
hablantes, la convierte en un idioma más flexible que el nuestro.
Y es que,
no es fortuito el estudio del funcionamiento de los accidentes gramaticales, ni
lo es su nombre: accidentes. El talante mudable de las lenguas y los vestigios
culturales que ellas denotan, implican un potencial político y creador en los
usos del propio idioma. Pero, si esperamos reivindicar un trato igualitario que
nos ha negado una historia de exclusión, insistiendo en la huella lingüística
arrastrados por la tendencia, podemos perder de vista un presente complejo y
aún problemático en relación con los roles sociales marcados por la sexualidad.
Pues, estaremos promoviendo la falsa idea de que una equidad sexual se resuelve
en la enunciación repetitiva de dos géneros gramaticales, que, en realidad,
tampoco dan cuenta de la riqueza morfológica y semántica de nuestro idioma.
Después de todo, nada aportan jóvenas y colegos, hablant@s y usuarixs del
idioma, que además de ignorar la función de la gramática en la comunicación,
continúen asumiendo diferencias semánticas como la que hay entre calificar a
alguien de ‘golfa’ o de ‘golfo’, como botón de muestra.
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Ohpina