Este
filósofo que llena auditorios, deja a su paso ideas para reflexionar en torno a
la distribución de dos objetos dados a los sentidos: el idioma y el tiempo.
El 29 de octubre, el filósofo Jacques Rancière
presentó en el Museo Nacional de Colombia su ponencia “¿Pasó ya el tiempo de la
emancipación?”*, y más de 200 seguidores de su obra nos quedamos por fuera: una
hora antes de que el evento comenzara, la fila ya era larga. Una vez se
llenaron los cien cupos del auditorio, se decidió proyectar la intervención del
Profesor en el hall del Museo. Yo alcancé a ser de las afortunadas que habrían
podido sentarse en el piso a verlo, pero los equipos de traducción solo funcionaban
adentro del auditorio. Así que me fui, casi con furia por esa cantidad de
equipos de traducción que reposarían empacados a la entrada del auditorio
cerrado: una distribución insensata de la realidad que nos era común allí,
incluyendo el tiempo que habíamos destinado, por fuera de una camisa de fuerza
laboral, quienes habíamos ido porque conocíamos la obra de Rancière.
Caminé hacia mi casa pensando en lo que
acababa de ocurrir. Por un lado, yo había sido en algún momento aprendiz de la
lengua francesa, aprendizaje que de haber continuado, me habría evitado
depender de la traducción simultánea. Mientras yo caminaba ofuscada, Rancière
estaría hablando de una ruptura en aquellos tiempos sociales por los cuales uno
estudia algo porque tiene una utilidad
y solamente por ello: parte de mi
trabajo de emancipación, al haber tenido el privilegio de superar mis estudios
escolares, en una ciudad como Bogotá, tendría que haber sido continuar con
aquellas clases de francés, pensé. No obstante, el hecho era que en lugar de
haber buscado la forma de irme a Francia a continuar mis estudios (quién sabe
si habría terminado siendo pupila de este profesor y, al cabo de un tiempo,
hastiada de los franceses y de su pequeña Francia), me había quedado acá. Había
dedicado unos dos años a estudiar la obra del Profesor y había hecho una tesis
de maestría en función de sus ideas. Así que, por otra parte, viendo a Rancière
llegar a mi ciudad como una estrella de la Filosofía Francesa (¿y no hablaba él
del poder político del anonimato?), me cuestioné sobre el sentido de invertir
recursos y esfuerzos en la visita de aquel pensador contemporáneo, para que una
vez acá, los protocolos del comercio académico cercaran la circulación de las
ideas que el Profesor traía para exponer.
Una semana antes, yo había contactado a
algunos organizadores del evento para preguntarles si sería posible programar
una entrevista, con el ánimo de publicarla. En un caso, la respuesta fue que la
agenda estaba copada; en el otro, que a nadie se le habían concedido
entrevistas (las instituciones que invirtieron
en el viaje del Profesor querrían los derechos de toda publicación originada
en su visita). Y, ¿acaso no iba a hablar el profesor Rancière en su conferencia
sobre el control en la circulación de la información y de los saberes como una
forma policiva de dominación?, me preguntaba caminando ese lunes por la
Séptima. Entretanto, era previsible que quienes lo habían invitado a Bogotá
supieran que mucho más de cien personas en esta ciudad conocían su obra y que,
pese a no ser francoparlantes, estarían interesadas en escucharlo, dada la
circunstancia excepcional de su presencia en la ciudad. Era igualmente
previsible que el Profesor estuviera interesado en que todas esas personas
atraídas por sus ideas, en un lugar como Colombia, pudieran escucharlo
comprendiendo sus ideas. ¿Por qué se les habría ocurrido, entonces, escoger un
auditorio tan pequeño y por qué, escogido el sitio, habían pagado más equipos
de traducción de los que se iban a poder usar?
Por fortuna, los tiempos de Internet sí que
son el escenario de la subversión del ordenamiento policivo, institucional, que
reparte el acceso a la información. Por eso, en el portal de Esfera Pública
se colgó el podcast de la conferencia traducida. Sin embargo, me llevé
una desagradable sorpresa al encontrar una traducción llena de limitaciones (que
contrastaba con la traducción profesional que estuvo disponible en el segundo
día de la visita del Profesor). ¿Por qué, si ya había sido posible traer a este
filósofo para que muchas personas pudieran escucharlo, alguien había decidido
ahorrar recursos en el primer día de traducción? ¿No sabrían acaso, quienes así
lo decidieron, que hay una distancia insalvable entre comprender dos lenguas y
hacer una traducción simultánea? Una traducción deficiente implicó un reparto mezquino
de las ideas fruto del trabajo del profesor Rancière; también lo implica haber
restringido con celo sus encuentros no institucionales, y reservarse la
circulación de los textos que él produjo para el evento.
Es un hecho que la academia no escapa a un
sistema de intereses monetarios. Rancière, que es un profesor universitario,
insiste en los intervalos y en las interrupciones del tiempo dominante (el del
progreso, el del trabajo asalariado) como la alternativa que tenemos en
nuestros tiempos para pensar de nuevo la emancipación. Y, parece ser que tiene razón,
aun cuando ese decir mismo esté delimitado por los tiempos y por los espacios que
las jerarquías distribuyen. Los estudiantes y los trabajadores (supongo:
profesores, traductores, correctores de estilo) que fuimos a escuchar a Rancière,
estábamos allí compartiendo la certeza de que hoy es una promesa imposible la
de una línea recta y homogénea que vaya desde el preescolar hasta el éxito
laboral, desde la preparación intelectual hasta la igualdad económica, o desde
la mano invisible del mercado hasta el bienestar global. Y es probable que, en
virtud de tal certeza, justifiquemos que una persona que conocía la obra del
autor y hablaba su lengua hubiera aceptado, solo por eso, traducirlo en
simultáneo.
Fuente |
Finalmente, todos sabíamos que éramos iguales a
Rancière porque podíamos entenderlo y
hacerle entender nuestras preguntas. Ambas cosas, en la mayoría de los casos,
mediante un esfuerzo de traducción. Estábamos allí, además, porque no teníamos
la urgencia de cuidar a un hijo, de buscar un empleo o de cumplir un contrato
de horario inamovible, y porque nos producía placer usar nuestro tiempo para escuchar las ideas de este filósofo. Había que hacer
de ese tiempo ajeno de la fila inútil, un tiempo de creación, de placer o de
juego. Un tiempo autónomo.
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Ohpina