A cien años del nacimiento de este escritor argelino, sus ideas y su
prosa conservan el esplendor del verano mediterráneo.
De Camus se recuerdan
sobre todo El extranjero, su pelea con
Sartre y el Nobel que recibió en 1957, “por el conjunto de una obra que pone de
relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy”.
Esta razón excepcional en la tradición del Premio muestra la inspiración
filosófica que marcó la narrativa de Camus, aunque éste no mencionó en su discurso
que Alfred Nobel, entre otras cosas, fabricante de armamento, fue además el
inventor de la dinamita. Pero lo más probable es que sí lo haya señalado, a su
manera: “Sin duda cada generación se cree predestinada para rehacer el mundo.
La mía sabe sin embargo que no podrá lograrlo. Pero su tarea es más compleja:
consiste en impedir que el mundo se deshaga”.
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Albert Camus nació el
7 de noviembre de 1913 en Dréan, pueblo conocido como Mondovi mientras Argelia
fue colonia francesa. Un año después murió su padre, una de las 70 millones de
personas afectadas de manera directa por las guerras mundiales del siglo XX. Su
madre, analfabeta y casi sorda, lo llevó a vivir consigo en Argel, frente al
Mediterráneo, donde lo crió una abuela tan recia como la pobreza que les dio
hogar. Haber crecido bajo el imperio del sol tórrido, abrasado por los vientos
salinos y por los colores desérticos, inspiró no solo sus personajes (el nombre
del protagonista de El extranjero
evoca el mar y el sol), sino también su insistencia en el apego del ser humano
a la Tierra. “Sí, basta un anochecer en Provenza, una colina perfecta, un olor
de sal, para darse cuenta de que aún está todo por hacer.” (Prometeo en los infiernos).
El gusto de Albert
Camus por los mitos proviene de sus afinidades con la cosmovisión griega y del
carácter único que tiene este tipo de relatos. Contrario a la pretensión de las
escrituras históricas, científicas y filosóficas, el mito incita al lector para
que encarne él mismo el sentido de una vivencia universal, humana, ante una
experiencia que se manifiesta caótica sin cesar. Sísifo, por ejemplo, fue
condenado a llevar una roca hasta la cima de una montaña, desde la cual rodaría
eternamente. Su castigo era volver a bajar al valle, para volver a subirla.
Camus encuentra en esta historia una imagen para hablar de la realidad de cada
ser humano que pese a los desastres, el dolor y el sinsentido que agobian la
existencia, decide levantarse cada mañana y continuar. Aun sabiendo que su
destino inequívoco es la muerte.
A él no le inquieta el
esfuerzo de Sísifo al subir, sino su decisión de regresar por la roca. ¿Qué
pensará mientras camina hacia el valle?, se pregunta. Podría suicidarse, ¿qué
otra prueba podría esperarse de la libertad? Después de todo, la única
respuesta del universo ante el martilleo del humano ‘¿por qué?’ es el silencio.
Este silencio, escuchado al menos una vez por todo humano, es lo que en El mito de Sísifo se entiende por ‘el
absurdo’, pero, lejos de constituir una razón para desear o buscar la muerte,
ha de convertirse en el medio privilegiado de la liberación. Estas ideas se
expanden en El hombre rebelde, donde
Camus reafirma que ante la inquietud por el modo en el que es digno, deseable,
vivir, la respuesta es la rebeldía, entendida como la aceptación de una
naturaleza finita (y solidaria), capaz de acoger la mayor cantidad posible de
experiencias. Así, contrario al hombre revolucionario que Sartre esperó del
hombre rebelde, éste se arraiga en la vida precisamente porque no hay sentido
alguno que le corresponda a la vida per
sé. “Se ve que la afirmación envuelta en todo acto de rebelión se extiende
a algo que sobrepasa al individuo en la medida en que lo saca de sus supuesta
soledad y le proporciona una razón de actuar”. Se dice que lo inspiró
Kierkeegard, pero debería insistirse más en su lectura de Nietzsche. Además de
ensayos, crónicas y novelas, escribió también obras de teatro.
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