Imagen: Juan Manuel Urbina. |
Noel Olaya Perdomo ha sido el más
inspirador de todos mis maestros, y la tristeza que me sobrecoge el
día de su muerte, el 6 de noviembre de 2018, me fuerza a revisar qué
he hecho yo con las lecciones que aprendí de él, que llegaría
puntual, como siempre, a su clase de Griego básico a las 7 am,
apenas un par de días después de haber asistido al funeral de su
esposa. Hizo una breve mención a las causas de aquella muerte por la
que no podía evitar notarse triste. Compartió con nosotros, sin
dramatismo alguno, cierta sorpresa, o cierto estremecimiento, que le
despertaba caer en la cuenta de que la vida depende de todo lo que
funciona en el interior del tronco, como si allí, en ese cajón
repleto de órganos imprescindibles, habitara el misterio del vivir.
Pero se tomó apenas unos minutos y la clase siguió su curso
natural. Por turnos, cada uno de los estudiantes debía leer una de
las frases del texto clásico que estuviéramos trabajando (así
teníamos la oportunidad de ir corrigiendo nuestros errores y
mejorando nuestra fluidez en la lectura del Griego clásico) y
compartir la traducción que proponía. Las intervenciones iban
sirviendo para que el Maestro, a quien todos llamábamos con
reverencia y cariño sinceros, simplemente “Noel”, profundizara
en explicaciones pertientes acerca de la gramática (no solo griega;
también latina y española cuando fuera el caso), a veces también
de la historia y de la cultura antigua. A veces, y era encantador
cuando ocurría, Noel leía los versos escandidos haciendo énfasis
en el ritmo con el cual se escucharía la lengua que nos convocaba en
esa revolucionaria aula dedicada a la lengua materna de la Filosofía
occidental, para hacernos notar que los acentos en ciertas lenguas
(no solo como el Griego clásico, sino también en algunas
orientales, como creo recordar que sería el caso del Japonés) se
expresan mediante variaciones tonales y por eso suenan como si se
tratara de un canto. Noel nos cantaba, nos cantó muchas veces
sonriente en clase.
Cuando tuve el privilegio de llegar a
sus cursos en el Departamento de Filología Clásica de la
Universidad Nacional, consteranda al descubrir que tras cuatro
semestres en un programa de Filosofía yo continuaba ignorando los
rudimentos más elementales de la gramática y de mi propia lengua,
tuve la grata sorpresa de encontrarme por primera vez (luego me
encontraría también con Rubén Arboleda) con un maestro que era el
autor de sus propios materiales para el aula. Nos explicaba, con
genuina humildad, que tras décadas y décadas de estudiar los
manuales disponibles en varias lenguas (además de su conocimiento
exhaustivo de varias lenguas clásicas e indígenas, Noel dominaba
las lenguas modernas occidentales), consideraba que siempre había
algo susceptible de mejorar, de abordar de otro modo, y por eso se
había decidido finalmente a redactar y digitar sus propios manuales,
que incluían un amplio glosario, y que todos adquiríamos orgullosos
en la fotocopiadora a costo de un almuerzo. Poco a poco me fui
enterando de que había hecho los manuales para todos los cursos de
lengua que había dictado. En una ocasión, un grupo de estudiantes
le había propuesto que abriera un curso de Hebreo. Él lo propuso al
Departamento y como no hubo suficientes inscritos, el curso no se
abrió. Pero Noel hizo el manual de todos modos e invitó a los
estudiantes que lo habían buscado para hacer juntos el curso, con la
única condición de asistir y estudiar. Eso era lo primordial. En
días en que los encapuchados bloqueaban los edificios y con arengas
y banderas rojas pretendían dejarnos sin aula, Noel trasladaba la
clase adonde fuera posible avanzar en nuestro trabajo (una cafetería,
el pasto que abunda en la Nacional; su propia casa si era necesario),
porque, decía, el verdadero acto subversivo, la verdadera
revolución, consiste en estudiar.
Noel nos contaba que sus años
escolares los había vivido en Latín, luego esta había sido su
segunda lengua. Nos contó alguna vez acerca de su paso por la
Teología de la liberación, y nos contó cómo, siendo religioso,
había convivido con los koguis y había escrito la primera gramática
kogui. Estas historias solían aparecer como parte de alguna
explicación lingüística, un contexto que siempre nos resultaba
inspirador. Mi mirada juvenil no salía de su asombro al ver que este
hombre, que sin duda era el filólogo vivo más importante en el
país, tenía la vocación suficiente para escribirle a cada uno de
sus estudiantes, junto a la nota en los parciales, un comentario
estimulante para que no nos desanimáramos en el empeño de continuar
aprendiendo de los errores que cometíamos. Era imposible ser vago en
sus clases y no hacía falta que él nos impusiera nada: su didáctica
y sus propias maneras hacían que uno en verdad quisiera esforzarse,
como si se tratara de no defraudar la esperanza que él parecía
tener puesta en todos nosotros, incluso en alguien como yo, que solía
llegar tarde a sus clases y a quien, no importaba cuánto estudiara,
siempre le iba mal en los exámenes. Nunca lo vi alterado, nunca lo
vi indiferente. Despertaba en cada clase, en cada café, nuestra
fascinación por el conocimiento y un vivo deseo de persistir.
Yo abandoné el Programa luego de dos
años, coincidencia o no, cuando ya él dejó de ser mi maestro de
Griego, y ejercí por muchos años un distanciamiento consciente de
las prácticas académicas, hasta que empecé a dedicarle un tiempo
considerable a la escritura literaria. Entonces, aturdida en mi
soledad, quise buscarlo (ya él se había retirado de la docencia
universitaria) para consultar su opinión acerca de mis textos
nacientes. Él no tuvo que leer más de un par de párrafos para
darme un diagnóstico certero acerca mi escritura burda, que aún hoy
sigue siendo de utilidad a la hora de evaluar mi trabajo. Y en vez de
perder el tiempo juntos leyendo mis balbuceos pueriles, me invitó a
participar en unas sesiones que él dirigía en su propia casa
durante las tardes del sábado, con algunas estudiantes interesadas
en repasar y ampliar sus conocimientos en Griego (otros estudiantes
acudían para continuar el estudio de otras lenguas antiguas). No
tenían costo, no había condiciones distintas a las que emanaran de
la propia voluntad de estudio (palabra cuyo origen connota esfuerzo).
Éramos tres jóvenes con tiempo libre, y en efecto nos reuníamos
para repasar y profundizar las formas del decir de los antiguos
griegos, pero creo que sobre todo para poder continuar disfrutando
del privilegio que era observar y escuchar a Noel Olaya desglosando
con tanto amor, apartes de su inmensa sabiduría. En alguna ocasión,
nos invitó a conocer el ajiaco que su hijo ofrecía los sábados en
su apartamento. Con Noel, era posible sentir la devoción por el
aprendizaje, por el descubrimiento inagotable, como una experiencia
afín a la amistad. Mientras duró mi capacidad para mantenerme
enfocada, fue un tiempo que salvó mi vida.
Entretanto, para mí los años que
transcurrieron continuarían siendo los del abandono. Un buen día no
me bastó haberme desprendido a ciegas de casi toda mi biblioteca de
Filosofía, y elegí despedirme también de la docencia. Si aun
reconociendo que disfrutaban mis clases, a estudiantes de Humanidades
les resultaba innecesario ejercitarse en la lectoescritura, si a
estudiantes de Derecho les provocaba rabiosos bostezos estudiar
Argumentación y Lógica, entonces yo decidí que prefería
encerrarme a leer literatura y a esforzarme por poder llegar a
escribir párrafos decentes, ojalá, alguna vez, medianamente
atractivos. Pero con el tiempo vi que no por solo escribir, vendrían
a mí los lectores. No era cierto que haber estudiado Filosofía me
hubiera hecho filósofa, como no me había hecho filóloga el haber
alcanzado a comprender uno que otro texto en griego o en latín, ni
haber estudiado, ni siquiera por muchos años, tratados de
lingüística y de gramática. Nada que no viviera ya en mí vendría
de afuera para convencerme de nada en lo que yo misma no me esforzara
por conocer y hacer mío. No llegaría a ser una maestra, por mucho
que hubiera llegado a sentirlo como una vocación, ni siquiera aún,
por haber sido capaz de transmitírselo así a mis estudiantes en más
de un curso, repitiendo ideas como la de una dualidad indisoluble en
los actos de enseñar y de aprender.
Por eso encuentro hoy que pese a no
haber estado a la altura de la inspiración que sin duda Noel Olaya
despertó en todos sus alumnos (estudiantes, habría preferido él
decir, creo, pero yo no fui más que alumna), pese a haber desistido
una y otra vez, en contravía de lo que él con tanto esmero nos
mostraba con el testimonio de su propia persona, aun así, tener la
oportunidad de recordar sus gestos, algunas de sus lecciones, su vida
misma, tan enérgica y vivaz, continúa siendo parte del acervo de
fuerzas a las que puedo acudir cuando el pesimismo amenaza con
arrebatarme la posibilidad de entender la vida como una oportunidad
seria y gratificante de crecer.
Noel nos dijo alguna vez que no le
gustaba la palabra 'inculcar', porque en su origen aludía a la marca
de una huella que ha pisando con fuerza la tierra. Me encantaba cuando
usaba palabras como “pifia” y “ducho”, que hasta entonces yo
imaginaba vulgares y ahora podía descubrir correctas. A él le debo
el haber superado para siempre la pereza de detenerme en un
diccionario, hasta el punto de en cambio llegar a disfrutarlo. Le
debo el gusto por los frutos exquisitos que provienen de las horas
tediosas que conlleva leer tratados y manuales de gramática. Le debo
el haber resguardado como un tesoro para mi pequeña biblioteca
íntima, los libros de los filósofos griegos, así como sus
preciosos manuales de Griego básico. Le debo todo el cariño, todo
el esmero que fui capaz de poner en mis clases, desde la primera
hasta la última que dicté a lo largo de una década. Le debo una
gratitud muy honda por haberme ayudado a hacer mía la pasión por el
estudio del lenguaje, por despertar para siempre mi interés en mi
propia lengua, por presentarse en mi historia de vida como un luz
cierta, intensa, cuando siento que pierdo la fe en la humanidad.
Tanto le debemos todos a Noel, tanto lo
quisimos y lo queremos, que hace unos años algunos estudiantes de la
Nacional decidieron marcar a mano la fachada del Departamento de
Lingüística con la leyenda “Edificio Noel Olaya”, y nadie lo
objetó. Para ese momento yo ya no estudiaba allí, pero puedo
imaginar que todo el que lo conocía, habría de celebrarlo. Es
difícil conciliar la tristeza por la pérdida que supone para el
mundo la partida de un ser excepcional y grandioso como lo fue Noel
Olaya, con el hecho natural de que la vida física no puede ser para
siempre. Pero la vida intelectual, la vida espiritual sí que puede
durar mientras haya lectores curiosos y, sobre todo, persistentes.
mil gracias don noel por su gran corazon y dedicacion
ResponderEliminarmuchas gracias.
ResponderEliminarUna anécdota con Noel: en el primer parcial de griego básico I me escribió un pie de página que decía "le pongo 1.0 porque marcó la hoja".
ResponderEliminarAprecio que haya querido compartir su anécdota... Lo dicho, su vocación, única.
EliminarHola Lucía, soy Angélica, no sé si te acuerdes de mi, coincidimos un tiempo en las clases de los sábados en casa de Noel. Gracias por compartir esto, es hermoso.
ResponderEliminarSí me acuerdo de ti, Angélica. Gracias a ti por leer y por haber persistido en aquellos tiempos... Un abrazo.
ResponderEliminarNunca tuve clase con él pero sabía de esa aura de los maestros; solía cruzarmelo en la mañanas en sus habituales caminatas, jisto cuando llegaba al camino hacia sociología. Profundo respeto y admiración...Infinitas gracias a esos maestros que son tan grandes que incluso sin darte clase te movilizan.
ResponderEliminarQue lujo. Me ocurrió algo, y es que no quería que la entrada del blog se acabará, quería seguir leyendo más y más cosas acerca del profesor Noel. En el 2018, le llamé, nunca lo había visto ni escuchado, y hablé con él por teléfono, tenía planeado pedirle que si podía ayudarme a perfeccionar los rudimentos que de griego había construido con su libro. Le marqué dos veces, la primera no atendió él sino una señora que me dijo que le marcará en un rato. A la segunda sí fue posible hablar con él, oí su voz y me hice consiente de su agotamiento, él me sugirió como reacción casi inmediata que asistiera a varios otros cursos con otros profesores; al final de la conversación, me dijo que tendría un procedimiento quirúrgico en el que planeaban extraerle unos tumores benignos, que le marcará en un mes, él tendría noticias para mi. Luego de eso no le volví a llamar más. Solo después, con los días reparé en un hecho: a pesar de la decadencia física, la voluntad de alumbrar, de deshacerse de las cenizas y llevar y transmitir el fuego, el de la tradición, pervive.
ResponderEliminarRecuerdo al maestro Noel a las 7a.m con su vaso de café esperando la llegada de los estudiantes puntuales. Aunque yo era bastante impintual en mis otras clases, siempre quería llegar temprano a clase de Noel, me hacía sentir que no era tan temprano, su espíritu jovial me quitaba la pereza, que, por ejemplo, me producía la clase de Lógica;incluso, llegué a faltar a clase de Lógica por entrar a clase con Noel. Poco que agregar a tu texto, los que fuimos sus alumnos sabemos que recojes muy bien lo que dices del maestro. Como buen griego, supo morir a tiempo, en el destino que marca el sabio Sileno, según Nietzsche.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Raúl, y por supuesto, gracias por leer.
ResponderEliminarSaludos.
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ResponderEliminarEl maestro Noel me enseñó a Virgilio y dirigió mi tesis de pregrado; todo el tiempo me decía: "Labor omnia vincit".
ResponderEliminar"Acerba semper mors eorum qui immortale aliquid parant" - Plinius Secundus. Requiescat in pace. Ave semper, Magister! V.XI.MMXVIII.