miércoles, 16 de mayo de 2012

E l o g i o a la l e n t i t u d



En el mundo moderno, estamos tan acostumbrados a la velocidad, que nos llenamos de impaciencia cuando una persona habla despacio o, cuando come con parsimonia o, cuando requiere demasiado tiempo para una sola tarea: se vuelve un reto ser amigo de un tartamudo, de un anciano y de un niño. 

Inmersos en una lógica de la aceleración, logramos enfurecernos cuando alguien obstruye nuestra marcha presurosa por las calles, y nos resulta inadmisible que la conexión a Internet esté lenta. En las ciudades siempre tenemos afán; no sabemos por qué ni para qué, pero ahí las acciones parecen estar cada vez más marcadas por el ímpetu de la urgencia.

Así, más rápida que paulatinamente, las actividades que reclaman una actitud pausada van quedando atrás, disponibles nada más para aquellos que, a riesgo de parecer insensatos, quieran ir despacio. Por ejemplo, hacer paseos vespertinos para tomar el aire, leer una novela, aprender por gusto un oficio, pintar o, pasar tiempo en familia, cada vez más parecen hábitos de una cultura remota, sin cabida en nuestras atareadas vidas.

Pero lo cierto es que, tal como lo evidencia el recurso moderno de la cámara lenta, solo aquello que va despacio se deja ver bien. Solo el que se detiene puede mirar y escuchar del todo. Palpar también. Al vivir corriendo, muchos momentos sutiles, mágicos o deliciosos de la existencia se nos escapan para siempre. Un gesto, un impacto irrepetible de luz, un tono de atardecer. Habitamos el día a día (¿lo habitamos, en verdad?) inadvertidos en relación con los detalles, la minucia, los matices. Pues, por ejemplo, ¿cuánta piel del amado deja de conocer el amante cuando no besa sus pies, no contempla su espalda, no acaricia sus muslos, no susurra en su axila? ¿Cuánto no dejamos de descubrir en nuestros seres queridos cuando no tenemos el ánimo de oír sus lejanas historias, sus profundas ideas? ¿Cuántas palabras, imágenes o sonidos se nos quedan sin descubrir por falta de curiosidad? Y, así también, ¿cuánto de nosotros mismos dejamos de conocer cuando no conseguimos observarnos, en medio de la ansiedad que nos produce la urgencia de las tantas tareas?

Muchos otros eventos llanos de la vida cotidiana reflejan lo que dejamos escapar por ir a las carreras. Al comer de afán, por ejemplo, nos perdemos las texturas de los alimentos con que nos nutrimos y la danza entre sus sabores. ¿Nos nutrimos, de hecho? Pues, ¿cuántas veces hemos sido conscientes del acto de masticar? ¿Nos deleitamos realmente con los atributos de aquello que decimos que nos gusta? ¿Saboreamos las burbujas de una cerveza, el jugo de una fruta al morderla, el crujir de una lechuga, el derretir cremoso de un helado? Dicen incluso, que cuando uno come de afán o distraído, la comida no le alimenta. Algo sensato debe haber en esta idea, dado que la asimilación, en todos los sentidos a que dé lugar tal fenómeno, demanda tiempo y concentración de esfuerzos.

Así, por ejemplo, ocurre con el desarrollo de habilidades en cualquier campo de la actividad humana: solo es posible mediante la práctica continua y paciente, análoga a la labor de las hormigas, poco a poco. Olvidamos entonces, en el mundo moderno, que el tiempo es un atributo constitutivo del aprendizaje humano, como de todo proceso de asimilación. El conocimiento solo se perfecciona (y nunca del todo, o sea que es mejor decir se va perfeccionando; se amplía, se profundiza) en la medida en que se da lugar al entrenamiento, a la repetición, pues no asimilamos lo aprendido, o, más bien, no aprendemos, solo con tener noticia de datos, sin habernos dado la oportunidad del encuentro con los propios errores y con las propias dudas, cosa que implica una dilación en el hallazgo de resultados. Pero en la era del googlecentrismo, la espera que se inicia en todo trabajo de investigación empieza a convertirse en un evento mitológico. Éste puede sonar a adjetivo exagerado, pero no lo es, si uno piensa por ejemplo en el desconcierto de los niños cuando escuchan que antes no había Internet ni celular, que el correo postal era una realidad habitual y que no siempre existieron los viajes en avión.

Entre tanto, y por difícil que sea de aceptar, no cabe duda de que todo lo que se haga despacio, con calma, sin afanes, con entrega a la duración que cada cosa entrañe por sí misma (como hacer el amor, cocinar, escribir, pasear…), nos ofrece mayores probabilidades de experimentar, de sentir, de imaginar, de prestar atención. Así, cuando hacemos las cosas despacio, cuando no obramos amarrados al afán, a la prisa, cuando estamos dispuestos a desacelerarnos, nuestras vivencias se hacen más penetrantes, más fructíferas. Se amplían entonces nuestras posibilidades de deleite en cada efímero momento.

Lo que va lento dura más. Se estira, nos da tiempo de contemplar más aspectos y, por lo tanto, de enriquecer nuestro conocimiento de la realidad. Lo lento, además, demanda menos esfuerzo y se desenvuelve mejor. De nuevo la comida nos ofrece una imagen acertada al respecto: sabemos que el fuego lento permite que los alimentos se acoplen mejor entre sí, que se impregnen unos de otros, que se ablanden según su propia naturaleza, que desarrollen sus propiedades intrínsecas. De modo análogo, el deseo que se deja cocer al calor de la entrega lenta, de besos pacientes y de caricias dedicadas, es capaz de producir un placer más intenso y real que el deseo afanado y precoz que solo busca saciar un impulso inmediato. Se habla entonces de completitud, en un sentido más adecuado, cuando se han tenido los sentidos despiertos y el ánimo dispuesto, es decir, cuando a cada cosa se le ha dado su tiempo.

Por otra parte, la lentitud también tiene la virtud de darnos un mayor margen de acción, como la lluvia que no cae de sopetón y nos da tregua para buscar el refugio. Todos tenemos la experiencia del yerro, que en más de una ocasión se habría podido evitar, de habernos detenido un momento a pensar; de no habernos adelantado a obrar con la fuerza ciega de la inmediatez, del ya, como yo lo digo, cuando yo lo necesito. La ilusión de la aceleración. Vano es, en efecto, el anhelo que tenemos los humanos cuando soñamos con poder devolver el tiempo y revesar sus amarguras. Es audaz el ctl+z, pero carece de la infinitud de la arena.

De manera que elogio la lentitud, porque favorece el proceso natural del adiestramiento y de la nutrición, orgánica y metafórica, en la vida humana; la elogio también, por la opción que nos da de cuidarnos en nuestra acción, bien sea para atenuar nuestra tendencia natural al equívoco, bien sea para alcanzar una mayor fruición en el día a día, tan escasa en la premura que caracteriza a la vida moderna. Después de todo, ¿de verdad hacemos más al vivir acelerados? Vísteme despacio, que llevo prisa.


3 comentarios:

  1. Oh, sorpresa ha sido para mí este ohpino. Me encanta.

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  2. Para complementar este bello elogio, les comparto un fragmento de Kundera (en su libro "La Lentitud"): "Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto, quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra demasiado cercano a él."

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  3. Y la inmediatez del teléfono, la quimera de la simultaneidad, que va atrofiando nuestra facultad de extrañar...

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Ohpina