El sol del Trópico, su calor continuo y el ánimo festivo que allí sobrevive a una nada romántica Conquista, hablan de un entorno ajeno a vampiros de gruesas capas negras, bebiendo cocteles de sangre tibia en gélidos castillos donde habitan devotas doncellas atormentadas. Aun así, en 1985 se estrenó el filme animado Vampiros en La Habana (Juan Padrón), una historia de las mafias de vampiros del primer mundo que conspiran para apoderarse de la fórmula del Vampisol; en 2012, se estrena Juan de los muertos (Alejandro Brugués), la ficción de una invasión zombi en La Habana, confundida por el oficialismo con una disidencia financiada por los yanquis. Al visitar la ciudad, el foráneo descubre que no es fortuito que estas narraciones de talante gótico hayan germinado en pleno Caribe.
La imagen de lo gótico como una estética de lo oscuro aparece en el XIX, si bien el género surge siete siglos atrás en la exuberante arquitectura medieval. Sus fastuosas edificaciones, obsesionadas con la luz y con la eternidad, con la pervivencia a través de los tiempos y con la expresividad de lo místico, despertó en la imaginación de los románticos la fascinación por las historias vividas en aquellas edificaciones de vestigios centenarios. No en vano, El castillo de Otranto. Una novela gótica (1764) es el relato inaugural de este género. Con ella, H. Walpole hereda una imagen fatalista, esotérica y lasciva de la experiencia humana, tal como, en su comprensión de lo gótico, se desarrollaría al situarla en inquietantes ruinas de desaforadas construcciones.
De ahí la sospecha de Luis Buñuel, en conversación con Álvaro Mutis, sobre la posibilidad de recrear una historia gótica con la paleta del Nuevo Mundo. El escritor asumió el reto y decidió imaginar las tinieblas exponiéndolas a los rayos directos del sol: escribió La mansión de Araucaíma. Un relato gótico de tierra caliente (1973), convencido de que lo gótico no radica en la temperatura ni en los colores, sino en la evidencia universal del mal y en el escalofrío que suscita la idea de la suspensión del tiempo. Trece años después, Carlos Mayolo contó la historia de Mutis en 35 milímetros, siguiendo esa novela con tantos elementos de guion. Su película consolida el género del Gótico Tropical. Nombre muy atinado para designar el modo en que el erotismo, la perturbación y el horror propios de lo gótico germinan también en la historia, los colores y los entornos del mar meridional y de los vahos selváticos.
Al caminar por La Habana vieja y contemplar los andamios y los soportes hechizos que, invadidos de vegetación, postergan el derrumbamiento de esmeradas construcciones, el transeúnte no puede evitar sentirse al mismo tiempo en dos épocas: la que crece con desmesura afuera de la Isla valiéndose de arquitecturas –y de otras producciones– masivas de bajo costo, y la del Museo de la Revolución de Cuba, que omite en su exhibición un muro cuyas ruinas evocan la memoria del Periodo Especial, poblado de inciertos espectros rusos.
Si lo gótico habla de un sentimiento pasmoso de cara al pasado remoto, en Cuba no solo las construcciones ruinosas evocan esta estética. Para los turistas, que se encuentran con una isla del comunismo, la sorpresa ante una sociedad profundamente ecológica es inevitable. Para nosotros los foráneos, constituye una reliquia, una fantasía casi, que en una ciudad capital transiten por amplias vías muy pocos vehículos, de tal modo que al caminar por ella, estén ausentes en todo momento la saturación auditiva del tráfico, la concentración de smog y la proliferación de vehículos. Con esta realidad de tiempos ya muy lejanos para las ciudades modernas, el visitante puede percibir que lo necesario es en verdad muy poco: ¿para qué cientos de bolsas plásticas, si cada quien puede llevar en la suya, de tela, o en la mano, los tomates que necesita para el menú diario? ¿Por qué alimentar cerros de basura con las botellas plásticas que todavía resisten múltiples y renovados usos? Allí, si un carro ha podido mantenerse durante cincuenta años sin contar con repuestos nuevos en el mercado, entonces todavía se puede volver a reparar y a reinventar. Si empieza a haber jóvenes que consiguen una plata extra para tener un celular, entonces se abren talleres para repararlos cuando se requiera. En La Habana, el turista cae en la cuenta de que el progreso no es un mandato inherente a la vida. Allí cohabitan el esplendor y la sencillez, en circunstancias históricas que han hecho de la sencillez el modo propio del vivir.
Pero, aun los románticos sabían que la marcha de los tiempos no se detiene. Sobre el relato oficial de las victorias en los tiempos del Ché, una presencia quizás no tan querida para quienes tienen que seguir cantándola, se levanta la polvareda del desplome soviético, forzando hoy a los cubanos a la apertura turística. Por veladas y tenebrosas razones, muchos de ellos viven hoy apilados en sus ancestrales palacetes, donde resuenan columnas y techos que a diario se vienen a pique; tinieblas siniestras desde las que zombis hambrientos ven pasar a jinetes venidos de la ultratumba del capital, por cuyas venas desnudas corre sangre infectada. Nadie sabe, a ciencia cierta, si los rumores nebulosos de los frentes fríos que llegan cada año a la Isla son insuflados por las mismas intrigas por las cuales, mirando hacia Miami, ondean las banderas del muro antiimperialista. Tampoco, si el levantamiento de Frankenstein aguardaba en su noble proyecto felices o desdichados augurios para la aldea. Pero después de visitar La Habana, el espectador puede también intuir que el género gótico del Nuevo Mundo reinventa, con picarcdía, la expresión de las obsesiones humanas por lo siniestro, por lo macabro y lo repulsivo, pues también allí las zozobras humanas, las pasiones desbordadas y la fascinación ante lo oculto y negado, han agitado la vida de las personas en medio de sus relaciones de poder. Un detalle adicional al respecto: en uno de los balcones de la vieja Habana, Virgilio Piñera escribió sus cuentos, mirando todas las mañanas a los gatos que merodeaban en los crecientes basureros.
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