En las ciudades, las medidas que se toman en nombre de la defensa del espacio público son parte del modo en el que los gobiernos disponen sobre lo común. Una muestra de tales medidas en Bogotá es la Resolución 4462 de la Secretaría Distrital de Ambiente, a propósito de las multas que deben pagar ciertos usuarios del espacio denominado ‘público’. Algunos argumentos expuestos por la Secretaría le recuerdan a uno el viejo y conocido “pintar murallas, es de canallas”, o el denunciado “afeamiento” de la ciudad. El marco legal, sin embargo, arguye más refinadas razones. Para ello, define los criterios por los cuales unos anuncios atentan contra el paisaje urbano y otros no, atendiendo a ciertos “índices de gravedad en la afectación paisajística”.
Estos dos puntos de vista, el de las opiniones corrientes y el del marco jurídico, confluyen en un imaginario del tipo de paisaje que se espera de la ciudad. Desde la vivencia cotidiana de la ciudad, la gente suele estar de acuerdo con la limpieza visual del mobiliario de las calles, que se define por ser de todos; desde la administración pública, los llamados índices de afectación paisajística delimitan la legalidad de lo que aparece en el espectro visual común. Así, la defensa del mobiliario de la infraestructura pública resuena como un legítimo derecho, acorde con un modo de vida específico en la ciudad. Se dice que éste es fruto del acuerdo. Pero si ese fuera, en definitiva, el argumento de la defensa del espacio público, el que por definición es de todos, ¿por qué unos anuncios son bienvenidos en nuestra cultura, y ciertos otros no?
Estos dos puntos de vista, el de las opiniones corrientes y el del marco jurídico, confluyen en un imaginario del tipo de paisaje que se espera de la ciudad. Desde la vivencia cotidiana de la ciudad, la gente suele estar de acuerdo con la limpieza visual del mobiliario de las calles, que se define por ser de todos; desde la administración pública, los llamados índices de afectación paisajística delimitan la legalidad de lo que aparece en el espectro visual común. Así, la defensa del mobiliario de la infraestructura pública resuena como un legítimo derecho, acorde con un modo de vida específico en la ciudad. Se dice que éste es fruto del acuerdo. Pero si ese fuera, en definitiva, el argumento de la defensa del espacio público, el que por definición es de todos, ¿por qué unos anuncios son bienvenidos en nuestra cultura, y ciertos otros no?
Los límites para definir la legalidad del uso del espacio público quedan cuestionados ante la repartición del espectro visual que tienen la publicidad y los gobiernos de turno, en contraste con la que tienen ciertas expresiones de la llamada ‘contracultura’. En las ciudades, esa distribución impone a nuestra mirada un orden legitimado por transacciones monetarias: un hábito del mirar excluyente y deseante.
De este modo, emerge la paradoja de lo público: de lo que es de todos y, como tal, llamamos ‘público’, disponen unos pocos; pero, para que los otros se apropien de lo que nos es común, que nadie lo use. Si no paga, claro, o si no está del lado de los dueños del balón.
Referencias: para dar un vistazo a la noción del ‘reino de lo visible’, puede consultarse a Jacques Rancière, en la revista virtual Multitudes.
Referencias: para dar un vistazo a la noción del ‘reino de lo visible’, puede consultarse a Jacques Rancière, en la revista virtual Multitudes.
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