miércoles, 7 de noviembre de 2018

Noel Olaya (1928 - 2018)



Imagen: Juan Manuel Urbina.
Noel Olaya Perdomo ha sido el más inspirador de todos mis maestros, y la tristeza que me sobrecoge el día de su muerte, el 6 de noviembre de 2018, me fuerza a revisar qué he hecho yo con las lecciones que aprendí de él, que llegaría puntual, como siempre, a su clase de Griego básico a las 7 am, apenas un par de días después de haber asistido al funeral de su esposa. Hizo una breve mención a las causas de aquella muerte por la que no podía evitar notarse triste. Compartió con nosotros, sin dramatismo alguno, cierta sorpresa, o cierto estremecimiento, que le despertaba caer en la cuenta de que la vida depende de todo lo que funciona en el interior del tronco, como si allí, en ese cajón repleto de órganos imprescindibles, habitara el misterio del vivir. Pero se tomó apenas unos minutos y la clase siguió su curso natural. Por turnos, cada uno de los estudiantes debía leer una de las frases del texto clásico que estuviéramos trabajando (así teníamos la oportunidad de ir corrigiendo nuestros errores y mejorando nuestra fluidez en la lectura del Griego clásico) y compartir la traducción que proponía. Las intervenciones iban sirviendo para que el Maestro, a quien todos llamábamos con reverencia y cariño sinceros, simplemente “Noel”, profundizara en explicaciones pertientes acerca de la gramática (no solo griega; también latina y española cuando fuera el caso), a veces también de la historia y de la cultura antigua. A veces, y era encantador cuando ocurría, Noel leía los versos escandidos haciendo énfasis en el ritmo con el cual se escucharía la lengua que nos convocaba en esa revolucionaria aula dedicada a la lengua materna de la Filosofía occidental, para hacernos notar que los acentos en ciertas lenguas (no solo como el Griego clásico, sino también en algunas orientales, como creo recordar que sería el caso del Japonés) se expresan mediante variaciones tonales y por eso suenan como si se tratara de un canto. Noel nos cantaba, nos cantó muchas veces sonriente en clase.

Cuando tuve el privilegio de llegar a sus cursos en el Departamento de Filología Clásica de la Universidad Nacional, consteranda al descubrir que tras cuatro semestres en un programa de Filosofía yo continuaba ignorando los rudimentos más elementales de la gramática y de mi propia lengua, tuve la grata sorpresa de encontrarme por primera vez (luego me encontraría también con Rubén Arboleda) con un maestro que era el autor de sus propios materiales para el aula. Nos explicaba, con genuina humildad, que tras décadas y décadas de estudiar los manuales disponibles en varias lenguas (además de su conocimiento exhaustivo de varias lenguas clásicas e indígenas, Noel dominaba las lenguas modernas occidentales), consideraba que siempre había algo susceptible de mejorar, de abordar de otro modo, y por eso se había decidido finalmente a redactar y digitar sus propios manuales, que incluían un amplio glosario, y que todos adquiríamos orgullosos en la fotocopiadora a costo de un almuerzo. Poco a poco me fui enterando de que había hecho los manuales para todos los cursos de lengua que había dictado. En una ocasión, un grupo de estudiantes le había propuesto que abriera un curso de Hebreo. Él lo propuso al Departamento y como no hubo suficientes inscritos, el curso no se abrió. Pero Noel hizo el manual de todos modos e invitó a los estudiantes que lo habían buscado para hacer juntos el curso, con la única condición de asistir y estudiar. Eso era lo primordial. En días en que los encapuchados bloqueaban los edificios y con arengas y banderas rojas pretendían dejarnos sin aula, Noel trasladaba la clase adonde fuera posible avanzar en nuestro trabajo (una cafetería, el pasto que abunda en la Nacional; su propia casa si era necesario), porque, decía, el verdadero acto subversivo, la verdadera revolución, consiste en estudiar.

Noel nos contaba que sus años escolares los había vivido en Latín, luego esta había sido su segunda lengua. Nos contó alguna vez acerca de su paso por la Teología de la liberación, y nos contó cómo, siendo religioso, había convivido con los koguis y había escrito la primera gramática kogui. Estas historias solían aparecer como parte de alguna explicación lingüística, un contexto que siempre nos resultaba inspirador. Mi mirada juvenil no salía de su asombro al ver que este hombre, que sin duda era el filólogo vivo más importante en el país, tenía la vocación suficiente para escribirle a cada uno de sus estudiantes, junto a la nota en los parciales, un comentario estimulante para que no nos desanimáramos en el empeño de continuar aprendiendo de los errores que cometíamos. Era imposible ser vago en sus clases y no hacía falta que él nos impusiera nada: su didáctica y sus propias maneras hacían que uno en verdad quisiera esforzarse, como si se tratara de no defraudar la esperanza que él parecía tener puesta en todos nosotros, incluso en alguien como yo, que solía llegar tarde a sus clases y a quien, no importaba cuánto estudiara, siempre le iba mal en los exámenes. Nunca lo vi alterado, nunca lo vi indiferente. Despertaba en cada clase, en cada café, nuestra fascinación por el conocimiento y un vivo deseo de persistir.

Yo abandoné el Programa luego de dos años, coincidencia o no, cuando ya él dejó de ser mi maestro de Griego, y ejercí por muchos años un distanciamiento consciente de las prácticas académicas, hasta que empecé a dedicarle un tiempo considerable a la escritura literaria. Entonces, aturdida en mi soledad, quise buscarlo (ya él se había retirado de la docencia universitaria) para consultar su opinión acerca de mis textos nacientes. Él no tuvo que leer más de un par de párrafos para darme un diagnóstico certero acerca mi escritura burda, que aún hoy sigue siendo de utilidad a la hora de evaluar mi trabajo. Y en vez de perder el tiempo juntos leyendo mis balbuceos pueriles, me invitó a participar en unas sesiones que él dirigía en su propia casa durante las tardes del sábado, con algunas estudiantes interesadas en repasar y ampliar sus conocimientos en Griego (otros estudiantes acudían para continuar el estudio de otras lenguas antiguas). No tenían costo, no había condiciones distintas a las que emanaran de la propia voluntad de estudio (palabra cuyo origen connota esfuerzo). Éramos tres jóvenes con tiempo libre, y en efecto nos reuníamos para repasar y profundizar las formas del decir de los antiguos griegos, pero creo que sobre todo para poder continuar disfrutando del privilegio que era observar y escuchar a Noel Olaya desglosando con tanto amor, apartes de su inmensa sabiduría. En alguna ocasión, nos invitó a conocer el ajiaco que su hijo ofrecía los sábados en su apartamento. Con Noel, era posible sentir la devoción por el aprendizaje, por el descubrimiento inagotable, como una experiencia afín a la amistad. Mientras duró mi capacidad para mantenerme enfocada, fue un tiempo que salvó mi vida.

Entretanto, para mí los años que transcurrieron continuarían siendo los del abandono. Un buen día no me bastó haberme desprendido a ciegas de casi toda mi biblioteca de Filosofía, y elegí despedirme también de la docencia. Si aun reconociendo que disfrutaban mis clases, a estudiantes de Humanidades les resultaba innecesario ejercitarse en la lectoescritura, si a estudiantes de Derecho les provocaba rabiosos bostezos estudiar Argumentación y Lógica, entonces yo decidí que prefería encerrarme a leer literatura y a esforzarme por poder llegar a escribir párrafos decentes, ojalá, alguna vez, medianamente atractivos. Pero con el tiempo vi que no por solo escribir, vendrían a mí los lectores. No era cierto que haber estudiado Filosofía me hubiera hecho filósofa, como no me había hecho filóloga el haber alcanzado a comprender uno que otro texto en griego o en latín, ni haber estudiado, ni siquiera por muchos años, tratados de lingüística y de gramática. Nada que no viviera ya en mí vendría de afuera para convencerme de nada en lo que yo misma no me esforzara por conocer y hacer mío. No llegaría a ser una maestra, por mucho que hubiera llegado a sentirlo como una vocación, ni siquiera aún, por haber sido capaz de transmitírselo así a mis estudiantes en más de un curso, repitiendo ideas como la de una dualidad indisoluble en los actos de enseñar y de aprender.

Por eso encuentro hoy que pese a no haber estado a la altura de la inspiración que sin duda Noel Olaya despertó en todos sus alumnos (estudiantes, habría preferido él decir, creo, pero yo no fui más que alumna), pese a haber desistido una y otra vez, en contravía de lo que él con tanto esmero nos mostraba con el testimonio de su propia persona, aun así, tener la oportunidad de recordar sus gestos, algunas de sus lecciones, su vida misma, tan enérgica y vivaz, continúa siendo parte del acervo de fuerzas a las que puedo acudir cuando el pesimismo amenaza con arrebatarme la posibilidad de entender la vida como una oportunidad seria y gratificante de crecer.

Noel nos dijo alguna vez que no le gustaba la palabra 'inculcar', porque en su origen aludía a la marca de una huella que ha pisando con fuerza la tierra. Me encantaba cuando usaba palabras como “pifia” y “ducho”, que hasta entonces yo imaginaba vulgares y ahora podía descubrir correctas. A él le debo el haber superado para siempre la pereza de detenerme en un diccionario, hasta el punto de en cambio llegar a disfrutarlo. Le debo el gusto por los frutos exquisitos que provienen de las horas tediosas que conlleva leer tratados y manuales de gramática. Le debo el haber resguardado como un tesoro para mi pequeña biblioteca íntima, los libros de los filósofos griegos, así como sus preciosos manuales de Griego básico. Le debo todo el cariño, todo el esmero que fui capaz de poner en mis clases, desde la primera hasta la última que dicté a lo largo de una década. Le debo una gratitud muy honda por haberme ayudado a hacer mía la pasión por el estudio del lenguaje, por despertar para siempre mi interés en mi propia lengua, por presentarse en mi historia de vida como un luz cierta, intensa, cuando siento que pierdo la fe en la humanidad.

Tanto le debemos todos a Noel, tanto lo quisimos y lo queremos, que hace unos años algunos estudiantes de la Nacional decidieron marcar a mano la fachada del Departamento de Lingüística con la leyenda “Edificio Noel Olaya”, y nadie lo objetó. Para ese momento yo ya no estudiaba allí, pero puedo imaginar que todo el que lo conocía, habría de celebrarlo. Es difícil conciliar la tristeza por la pérdida que supone para el mundo la partida de un ser excepcional y grandioso como lo fue Noel Olaya, con el hecho natural de que la vida física no puede ser para siempre. Pero la vida intelectual, la vida espiritual sí que puede durar mientras haya lectores curiosos y, sobre todo, persistentes.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Reseña

Carolina López Jiménez
En la punta del lápiz
Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia
2013
116 p.
  

No había historia al principio. Primero fue el impulso, la sensación. Y mucho antes estaba la vida. ¿De qué si no de vida están hechas las ficciones? P. 103

Contar solo hasta el final de esta reseña que la autora de En la punta del lápiz es mi más cercana amiga, podría dar pie a creer que he escrito desde la intimidad de dicha amistad. Es cierto que mi lectura de esta novela estuvo atravesada por incansables conversaciones y lecturas compartidas con Carolina desde mucho antes de que su mamá enfermara y durante parte de la enfermedad misma, que viene a ser la semilla de la novela. No obstante, con la distancia que corresponde, me sitúo a continuación como lectora de un relato cuyas imágenes (sobre todo las del final) me cautivan cada vez que regreso a este liviano tomo con ilustraciones seductoras, Premio Nacional de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín en 2013.

Al evocar aquello que uno está por decir, con la urgencia de no dejar escapar algo que hace cosquillas en la lengua pero para lo cual no se encuentran aún las palabras, el título anticipa el ánimo de experimentación que atraviesa las páginas de este relato, cuya imagen central podría ser la transformación. Esta se manifiesta principalmente en sus dos protagonistas: Matilde Díaz y su hija, Caliza Oropel Díaz, quien despierta a la conciencia de su oficio como escritora durante el hondo proceso que lleva a su madre a convertirse en otra. En muchas otras, a las que ella misma y todos en su entorno tendrán que aprender a acostumbrarse.

A través del tejido no lineal de recuerdos que propone la voz narradora, descubrimos en el nacimiento la expresión más aguda de la transformación. No el nacimiento biológico, sino aquel que define el carácter indeterminado de toda vida en desarrollo. Quizás como una manera de acercar al lector a la experiencia material de sentarse a construir una ficción, el relato deja ver que sus protagonistas ven la luz como personajes durante el proceso mismo en que la narración va emergiendo, y que lo hacen desde el origen complejo y a la vez cotidiano que se remonta a eventos, decisiones, y lugares anudados en la memoria de la narradora, Caliza. Ella, a través de imágenes tan vivaces como sutiles (pero no sentimentales), nos muestra el modo en que Matilde se inicia en la enfermedad, luego de haberlo hecho también en el ser esposa, funcionaria y mamá. Así, la paciente y su tutora, la madre que hoy deviene enigma y la escritora que la observa, brotan de un modo simultáneo y su vida se proyecta muchos años atrás. Desde los primeros trazos con colores y la contemplación infantil del mundo, desde los dulces poemas aprendidos en la escuela, hasta la corrosión de los años y de la enfermedad, que también resulta ser fruto de las fuerzas modeladoras de nuestra sociedad, cuya presión se ejerce en los paisajes habituales de apariencia más inofensiva.

Como es de esperarse, esa transformación tan marcada en las protagonistas se expresa también en el universo que habitan. Mudan los personajes; lo hacen también las circunstancias, si bien con menor intensidad. Los escenarios de la historia coinciden con lugares reales (Pereira, Bogotá,  Caicedonia, Berlín), salvo uno de ellos, Albenia. Esta diferencia puede generar ruido, como también despertar intriga. ¿Podría ser un instrumento de distancia emocional por parte de la autora, o, de modo llano, indicio de un lugar construido con las estrategias de la ficción? Es probable que la intención haya sido reservar un lugar imaginario para recuerdos urdidos en la elaboración del relato, pero el texto no nos da pistas sobre esta decisión y su función queda a nuestro criterio.

La novela juega con las convenciones de este género. Nos encontramos en sus páginas algunos pastiches de citas, reminiscencias de lecturas, piezas gráficas, constancias o registros íntimos que se articulan con lo narrado a través de los párrafos. Y luego, al final, el lector descubre una bibliografía, una huella de las lecturas que son declaradas parte imprescindible de la obra.

En términos de estilo, Carolina le apuesta a saltar esa barda que aísla al lector de carne y hueso que, aunque sigue el juego de la ficción, sabe que hay alguien, también de carne y hueso, comiéndose las uñas tras la pantalla, rodeado no solo de sus propios recuerdos y de secretos deseos, sino también de agendas, notas y fotografías, de recortes, lápices y borradores. De una singular belleza resulta el final de la novela, donde podemos sentir una sincera afirmación de la vida, en el nacimiento doble de Matilde Díaz y el de su hija Caliza dibujándola.

Hay varios detalles exquisitos en los recursos visuales, en particular: “Algunos utensilios prácticos para la vida”, ilustración de Carlos Andrés Orozco, y “Visión mínima sobre la vejez”. Así mismo, varias imágenes poéticas deleitan, sobre todo en la narración de la infancia y de la tierra a la que esta pertenece. A mi modo de ver, la línea de tiempo en que se desarrolla Matilde resulta mucho más sólida que la de Caliza, lo que nos deja sentir en Matilde los trazos firmes y nítidos de una totalidad, un personaje profundo que contrasta con los contornos más difuminados de su hija. Valdría la pena contar con una segunda edición, pues 1.000 ejemplares de la primera resultan pocos para su difusión. No obstante, se encuentra disponible aquí.