miércoles, 30 de mayo de 2012

Sobre una revolución todavía en curso

A un siglo del nacimiento de Débora Arango 
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Los conservadores que censuraron el trabajo de Débora Arango en la primera mitad del siglo pasado se habrían sentido tranquilos por la posteridad de su labor, si alguien les hubiera dicho que, a principios del siguiente, habría almacenes que se negarían a vender una revista cultural que en su portada exhibiera el seno desnudo de una mujer, al menos sin un sticker encubridor. La publicación del número 80 de la revista Arcadia conllevó un inusitado escándalo. Lo primero que sorprende en él es enterarse de que las políticas de visibilidad en los almacenes colombianos son reguladas por asociaciones de padres de familia. ¿No era solo el Colegio el escenario de este tipo de agremiaciones? (De las comisiones de televisión no hablo porque, viendo las novelas, los comerciales y los noticieros en Colombia durante la última década, sabría uno que allí, padres muy preocupados no hay). 

Por otra parte, los límites que definen esas políticas también sorprenden, porque, ¿no se venden en nuestras tiendas tipo papelería y supermercado, libros de anatomía humana y de historia del arte, así como revistas de entretenimiento y periódicos? Las personas que conocemos ese tipo de almacenes sabemos que en sus estantes se exhiben a la mirada de las familias consumidoras diversas publicaciones y abundantes formas de publicidad.  

Con esta alusión al espectro visual de aquellas singulares tiendas donde, en pleno 2012, emerge la censura en nombre de preocupados clientes, me surge una tercera extrañeza. De ser cierto que en Colombia los adultos tienen la potestad efectiva de censurar las imágenes que, por fuerza, les llegan a sus hijos, ¿qué es lo que les inquieta cuando piden vetar una portada? Es decir, si un adulto prefiere que, en el supermercado, su bebé no pregunte por qué esa señora de la foto sale con una teta como la que tiene su mamá, ¿qué se expresa en esa preferencia? ¿Le molestará al adulto reconocerse como igual al hijo, en la condición de haber chupado una así al nacer? ¿Por qué se indignan los padres y las madres de familia ante el hecho de que, en algún lugar, se exhiba un pezón desnudo? Es bien pequeño el pudor en nuestra cultura.

Ahora, si ese mismo adulto viaja con su pequeño hijo a Barichara y conoce la iglesia de Santa Bárbara, ¿qué hará cuando descubra que la virgen de ese altar se baja con una de sus manos la tela del pecho izquierdo y deja ver, así, una suave, erecta, redonda y lozana teta, blanco piedra esculpida? ¿Tendrá la potestad para recoger firmas y vetar todas las vírgenes que aparecen mostrando uno de sus senos, en la iconografía católica? Superado el impasse, cuando ese adulto regrese a la ciudad de las mega-distribuidoras, volverá con su familia a los susodichos almacenes, a hacer mercado en algún momento y a comprar, por ejemplo, los cuadernos de los niños. ¿Cuántos cuerpos anoréxicos podría rastrear ese adulto en todas las manifestaciones publicitarias de productos como galletas, cereales, licores o pinturas; en anuncios, en periódicos, en revistas; en portadas, en entrevistas, en sesiones de fotografía? 

Los habitantes de las ciudades modernas sabemos que ese adulto inquieto, se encontraría entonces con muchísimos cuerpos estándar, contrarios a la naturaleza de los cuerpos reales, aquellos que se transforman. Así ocurre al caminar por las calles. ¿Qué hará entonces este adulto? ¿Vetará a Norma porque en las portadas de sus cuadernos aparecen con vikinis sugerentes mujeres jovencitas, flaquitas y riquitas, que incentivan la anorexia de sus hijas, la kilo-fobia de sus hijos y las silenciadas frustraciones de la esposa? ¿Vetará las vayas de la ciudad y todas las portadas de revistas como Soho y otras, también fieles clientes de Photoshop? ¿Venderá el televisor? ¿Quemará las portadas de todos los vinilos que encuentre en sus anaqueles? (¡Sería una pérdida considerable!) ¿Le pondrá un filtro al aparato en el que su hijo usa Internet, para que no pueda acceder a páginas de arte ni de biología? ¿Impedirá este adulto, ansioso de cierta higiene visual, que sus hijos aprendan a masturbarse?    
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Es de esperarse que visitantes y administradores de una tienda en la que se vendan publicaciones culturales, compartan algún interés por su contexto en común. A ambos les interesarán, por ejemplo, las buenas costumbres, como el cultivo del aprendizaje, de la celebración de la vida, y el respeto al trabajo del otro. Tal vez, disfrutarían así el hecho de que existan muchas formas de construir un autorretrato, en lugar de cuestionarlo. Tampoco ignorarían que muchos senos, muchos pies, muchos cuerpos desnudos, aparecen en la historia de las bellas artes. En tal caso, quizás, menos aun pretenderían limitar la circulación de un medio que da a conocer el trabajo, no solo de los artistas, sino también de los museos que se dedican a exhibirlo. Incluso, el de investigadores, editores y autores que se ocupan de que toda esa otra labor se expanda a los públicos. ¿Sabrán, administradores y padres de familia censores, de qué habla el trabajo de la artista francesa ORLAN? 

Uno de los aspectos de su obra que la hace una artista notable en nuestros tiempos, es haber sido la primera en utilizar la cirugía plástica como una forma de cuestionar el ideal de belleza femenina que algunos artistas hombres han pintado. Las formas de expresión que ella ha elegido son objeto de muchas críticas. Lo mismo ocurrió con la pintura de Débora Arango, en el mismo siglo. Pero, al margen del agrado o del rechazo hacia su opción plástica, no deja de ser interesante saber que existe, en el mundo de la publicidad exacerbada, un Manifiesto del arte carnal en el que se asume el debate público que, de modo inevitable, suscita la tecnología de la cirugía plástica. En palabras de ORLAN, nacida en 1947, “El Arte Carnal no está en contra de la cirugía estética, sino en contra de los estándares que la dominan, particularmente, en relación con el cuerpo femenino, pero también en relación con el cuerpo masculino”. Me pregunto si las mismas familias que se escandalizaron por el pezón de esta mujer, se escandalizan, por ejemplo, porque las esposas/mamás/trabajadoras quieran, compulsivamente, operarse, aun después del documental de Jessica Cediel.

El Museo Nacional de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Medellín, exhiben por estos días una parte de la obra de la artista colombiana Débora Arango, quien nació en la primera década del siglo pasado. Pese a sus pinturas de mujeres desnudas y de deplorables hechos de la realidad política del país, fijó con acuarelas y óleos su nombre en la historia del arte latinoamericano. Cuando digo “pese a”, me descubro nuevamente sorprendida, pues sospecho que algunos de los niños y jóvenes que fueron a la exposición de Débora Arango por cuenta del colegio, hecho deseable, son hijos de quienes sintieron pudor por el autorretrato de ORLAN exhibido en una revista que tal vez, ellos no conozcan. 

De los cambios que ha vivido el mundo desde la generación de mi abuela hasta la mía, es probable que espectadores, lectores, asociaciones de padres de familia y administradores de almacenes, estemos de acuerdo en que es de celebrar que las mujeres tengan hoy un nombre visible en la historia del arte. Es legítimo esperar un acuerdo también en cuanto al disfrute estético que es capaz de producir una imagen vivaz y robusta del cuerpo femenino, lograda con técnicas audaces para usar pincel. Por eso, invito a las asociaciones de padres de familia que sienten molestia con la existencia de la pornografía (cosa muy distante de la contemplación de un pezón), a que vayan a ver con sus hijos, que de tontos no tienen un pelo, la obra de Débora Arango exhibida. Nuestra artista, amenazada de excomunión en tiempos en que mi madre estaba por nacer, dijo que pintaba paisajes y desnudos “porque en el paisaje y el desnudo está la naturaleza palpitante y escueta”. Ella, como las hijas y las madres modernas, sabía que el cuerpo femenino engorda, envejece, en tanto cuerpo de mujer/mamá/trabajadora, que engendra y que lacta, que se excita y se eriza, en la pelea como en el sexo, en el frío como en la caricia. ¿Es algo que deberíamos mantener oculto? 

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Señoras madres y señores padres de familia, señores guardianes de la moral pública: la malicia la ponen los adultos en lo que eligen interpretar de la realidad. El diablo habita en quien lo ve por todas partes. Quizás es por cierto tipo de asociaciones de padres de familia que en nuestro país a alguien se le ocurre pedirle a una pareja homosexual, que se abstenga de besarse en un espacio en el que hay niños. ¡Sorprende, el compromiso de los centros comerciales en este país, con la salvaguarda de los valores de la familia colombiana! Uno de estos parece ser, para ellos, el de la ignorancia como un bien deseable de heredar. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

La paradoja de lo público

En las ciudades, las medidas que se toman en nombre de la defensa del espacio público son parte del modo en el que los gobiernos disponen sobre lo común. Una muestra de tales medidas en Bogotá es la Resolución 4462 de la Secretaría Distrital de Ambiente, a propósito de las multas que deben pagar ciertos usuarios del espacio denominado ‘público’. Algunos argumentos expuestos por la Secretaría le recuerdan a uno el viejo y conocido “pintar murallas, es de canallas”, o el denunciado “afeamiento” de la ciudad. El marco legal, sin embargo, arguye más refinadas razones. Para ello, define los criterios por los cuales unos anuncios atentan contra el paisaje urbano y otros no, atendiendo a ciertos “índices de gravedad en la afectación paisajística”.

Estos dos puntos de vista, el de las opiniones corrientes y el del marco jurídico, confluyen en un imaginario del tipo de paisaje que se espera de la ciudad. Desde la vivencia cotidiana de la ciudad, la gente suele estar de acuerdo con la limpieza visual del mobiliario de las calles, que se define por ser de todos; desde la administración pública, los llamados índices de afectación paisajística delimitan la legalidad de lo que aparece en el espectro visual común. Así, la defensa del mobiliario de la infraestructura pública resuena como un legítimo derecho, acorde con un modo de vida específico en la ciudad. Se dice que éste es fruto del acuerdo. Pero si ese fuera, en definitiva, el argumento de la defensa del espacio público, el que por definición es de todos, ¿por qué unos anuncios son bienvenidos en nuestra cultura, y ciertos otros no?









Los límites para definir la legalidad del uso del espacio público quedan cuestionados ante la repartición del espectro visual que tienen la publicidad y los gobiernos de turno, en contraste con la que tienen ciertas expresiones de la llamada ‘contracultura’. En las ciudades, esa distribución impone a nuestra mirada un orden legitimado por transacciones monetarias: un hábito del mirar excluyente y deseante

De este modo, emerge la paradoja de lo público: de lo que es de todos y, como tal, llamamos ‘público’, disponen unos pocos; pero, para que los otros se apropien de lo que nos es común, que nadie lo use. Si no paga, claro, o si no está del lado de los dueños del balón.












Referencias: para dar un vistazo a la noción del ‘reino de lo visible’, puede consultarse a Jacques Rancière, en la revista virtual Multitudes. 




sábado, 19 de mayo de 2012

Sobre zombis y vampiros en el Caribe

La Habana: una ciudad gótica

El sol del Trópico, su calor continuo y el ánimo festivo que allí sobrevive a una nada romántica Conquista, hablan de un entorno ajeno a vampiros de gruesas capas negras, bebiendo cocteles de sangre tibia en gélidos castillos donde habitan devotas doncellas atormentadas. Aun así, en 1985 se estrenó el filme animado Vampiros en La Habana (Juan Padrón), una historia de las mafias de vampiros del primer mundo que conspiran para apoderarse de la fórmula del Vampisol; en 2012, se estrena Juan de los muertos (Alejandro Brugués), la ficción de una invasión zombi en La Habana, confundida por el oficialismo con una disidencia financiada por los yanquis. Al visitar la ciudad, el foráneo descubre que no es fortuito que estas narraciones de talante gótico hayan germinado en pleno Caribe.  

La imagen de lo gótico como una estética de lo oscuro aparece en el XIX, si bien el género surge siete siglos atrás en la exuberante arquitectura medieval. Sus fastuosas edificaciones, obsesionadas con la luz y con la eternidad, con la pervivencia a través de los  tiempos y con la expresividad de lo místico, despertó en la imaginación de los románticos la fascinación por las historias vividas en aquellas edificaciones de vestigios centenarios. No en vano, El castillo de Otranto. Una novela gótica (1764) es el relato inaugural de este género. Con ella, H. Walpole hereda una imagen fatalista, esotérica y lasciva de la experiencia humana, tal como, en su comprensión de lo gótico, se desarrollaría al situarla en inquietantes ruinas de desaforadas construcciones. 

De ahí la sospecha de Luis Buñuel, en conversación con Álvaro Mutis, sobre la posibilidad de recrear una historia gótica con la paleta del Nuevo Mundo. El escritor asumió el reto y decidió imaginar las tinieblas exponiéndolas a los rayos directos del sol: escribió La mansión de Araucaíma. Un relato gótico de tierra caliente (1973), convencido de que lo gótico no radica en la temperatura ni en los colores, sino en la evidencia universal del mal y en el escalofrío que suscita la idea de la suspensión del tiempo.  Trece años después, Carlos Mayolo contó la historia de Mutis en 35 milímetros, siguiendo esa novela con tantos elementos de guion. Su película consolida el género del Gótico Tropical. Nombre muy atinado para designar el modo en que el erotismo, la perturbación y el horror propios de lo gótico germinan también en la historia, los colores y los entornos del mar meridional y de los vahos selváticos.


La arquitectura predominante de La Habana se levantó en tiempos de apogeo comercial, cuando compartía con Buenos Aires, a principios del siglo XX, el primer lugar en el orden de las ciudades más importantes de la América Latina. Su arquitectura recibió variadas influencias de las vanguardias arquitectónicas norteamericanas (sobre todo, del periodo republicano) y europeas, que legaron a la capital de la Isla barrios poblados por refinadas mansiones, exquisitos palacios y soberbios monumentos: una riqueza difícil de sostener. En una ciudad corroída por el salitre y por la gloria estática del proyecto Revolución, los fondos y los materiales para mantener costosos edificios y para crear nuevas construcciones que den vivienda a la creciente población, escasean. Los ocres y la luz filtrada por travesaños, abundan. 

Al caminar por La Habana vieja y contemplar los andamios y los soportes hechizos que, invadidos de vegetación, postergan el derrumbamiento de esmeradas construcciones, el transeúnte no puede evitar sentirse al mismo tiempo en dos épocas: la que crece con desmesura afuera de la Isla valiéndose de arquitecturas –y de otras producciones– masivas de bajo costo, y la del Museo de la Revolución de Cuba, que omite en su exhibición un muro cuyas ruinas evocan la memoria del Periodo Especial, poblado de inciertos espectros rusos.

Si lo gótico habla de un sentimiento pasmoso de cara al pasado remoto, en Cuba no solo las construcciones ruinosas evocan esta estética. Para los turistas, que se encuentran con una isla del comunismo, la sorpresa ante una sociedad profundamente ecológica es inevitable. Para nosotros los foráneos, constituye una reliquia, una fantasía casi, que en una ciudad capital transiten por amplias vías muy pocos vehículos, de tal modo que al caminar por ella, estén ausentes en todo momento la saturación auditiva del tráfico, la concentración de smog y la proliferación de vehículos. Con esta realidad de tiempos ya muy lejanos para las ciudades modernas, el visitante puede percibir que lo necesario es en verdad muy poco: ¿para qué cientos de bolsas plásticas, si cada quien puede llevar en la suya, de tela, o en la mano, los tomates que necesita para el menú diario? ¿Por qué alimentar cerros de basura con las botellas plásticas que todavía resisten múltiples y renovados usos? Allí, si un carro ha podido mantenerse durante cincuenta años sin contar con repuestos nuevos en el mercado, entonces todavía se puede volver a reparar y a reinventar. Si empieza a haber jóvenes que consiguen una plata extra para tener un celular, entonces se abren talleres para repararlos cuando se requiera. En La Habana, el turista cae en la cuenta de que el progreso no es un mandato inherente a la vida. Allí cohabitan el esplendor y la sencillez, en circunstancias históricas que han hecho de la sencillez el modo propio del vivir. 


Pero, aun los románticos sabían que la marcha de los tiempos no se detiene. Sobre el relato oficial de las victorias en los tiempos del Ché, una presencia quizás no tan querida para quienes tienen que seguir cantándola, se levanta la polvareda del desplome soviético, forzando hoy a los cubanos a la apertura turística. Por veladas y tenebrosas razones, muchos de ellos viven hoy apilados en sus ancestrales palacetes, donde resuenan columnas y techos que a diario se vienen a pique; tinieblas siniestras desde las que zombis hambrientos ven pasar a jinetes venidos de la ultratumba del capital, por cuyas venas desnudas corre sangre infectada. Nadie sabe, a ciencia cierta, si los rumores nebulosos de los frentes fríos que llegan cada año a la Isla son insuflados por las mismas intrigas por las cuales, mirando hacia Miami, ondean las banderas del muro antiimperialista. Tampoco, si el levantamiento de Frankenstein aguardaba en su noble proyecto felices o desdichados augurios para la aldea. Pero después de visitar La Habana, el espectador puede también intuir que el género gótico del Nuevo Mundo reinventa, con picarcdía, la expresión de las obsesiones humanas por lo siniestro, por lo macabro y lo repulsivo, pues también allí las zozobras humanas, las pasiones desbordadas y la fascinación ante lo oculto y negado, han agitado la vida de las personas en medio de sus relaciones de poder. Un detalle adicional al respecto: en uno de los balcones de la vieja Habana, Virgilio Piñera escribió sus cuentos, mirando todas las mañanas a los gatos que merodeaban en los crecientes basureros. 




jueves, 17 de mayo de 2012

Las invenciones de un rasqabuches garrotero


Cuando Edson Velandia anunció la disolución de su banda Velandia y La Tigra, muchas voces de desacuerdo y de tristeza se hicieron escuchar. Lo mismo ocurrió cuando Jorge Pardo, trompetista y después también tecladista de la banda, la dejó hecha un trío por irse a su natal Cartagena. Lo mismo, cuando Gabriel Matute, bajista, y Juan Pablo Cediel (acordeón y teclados) dejaron las tierras garroteras en pos del Primer Mundo, Dimitro Ryesnik (trombón) tiró la toalla, y la banda se convirtió en cuarteto. Y así se habló también cuando Cabuya se disolvió para dar paso a Malalma y a Velandia y La Tigra. Los públicos son caprichosos. 

Pero el trabajo de Edson Velandia como músico que compone lo que graba, ejecuta lo que inventa, produce lo que vende y vive de su oficio, está más allá de la contingencia de una banda y de un repertorio conocido. Aunque las letras de los temas grabados con sus bandas han sido, en buena medida, las responsables de su fama, la obra de este artista muestra una nutrida afición por el amplio poder de la voz humana y de los lenguajes expresados mediante instrumentos que se dan cita en fiestas de músicos, de las que salen grabaciones para saborear texturas y colores sonoros, y para pensar, para parar oreja en medio del ruido comercial.  

En los discos de Velandia se destaca un ánimo de juego que los no iniciados reconocemos con facilidad en la picardía de las historias que sus canciones cuentan y en las risas que nos despiertan sus usos ingeniosos de la palabra, aun cuando éstos canten verdades amargas: la suya, es una manera suspicaz de reinventar modos de decir las cosas, no solo a través del sonido sino también a través de la presencia. Pero, aun para los que no somos músicos, su voluntad juguetona se expresa también en el carácter osado y versátil de sus obras para concierto, libres de los condicionamientos de un formato. Un tiple y tres trombones tienen tanto para hacer juntos, acompañados de una batería a incansable contratiempo, como dos pequeños teclados y una voz entrenada. La creación, nos lo confirman estos detalles de la presentación de la Rasqa Morse a cargo de la Orfestra de Velandia, no ve en los números un límite, porque la buena música se hace tanto en dúo o en trío como en big band; con disco o sin él; en la Plaza de Lourdes y en la de Piedecuesta. 

Esta libertad que asumen los músicos independientes en un país como el nuestro, ha hecho que el trabajo de Edson Velandia, más allá de sus seis grabaciones en estudio y de sus contribuciones para cine (durante cinco años de autogestión), muestre hoy otros vigorosos y variados frutos.     

En 2009, presentó en el Parque Central de Piedecuesta sus tres primeras Sinfonías Municipales, dirigidas por él e interpretadas por la Banda de Vientos de los garroteros, quienes, comiendo su mazorca o su raspado de domingo, miraban con desconfianza a ese joven director poco solemne que, más que dirigir a los músicos, parecía jugar con ellos: sus melodías no eran de esas de cómodos adornos a que estamos habituados quienes crecimos bailando el son de las orquestas de pueblo. Las Sinfonías 1-3 de Velandia fueron grabadas en 2011 por Asdrúbal, banda bogotana, en un uno de los pocos lugares de la ciudad dedicados al cultivo de la improvisación: Matik-Matik. Así, este coletazo del Jazz Al Parque de 2011 le recordaba al público atento que la música, en todos los sentidos, es universal, pues el encanto que es capaz de producir una composición avispada nada tiene que ver con la formación (que no es sinónimo de entrenamiento), la edad o la fama de los músicos, ni con la cantidad de directores o de intérpretes que se la jueguen en escena. Tiene que ver con lo que ofrece al ponerla en escena. 

Las Sinfonías Municipales nacen de una composición cíclica, una base simple para ser recreada en vivo, según surja el encuentro entre los músicos y el director, los ánimos en la ocasión: una estructura para el juego en la que todos inventan, componen casi, en tiempo real a través de sus movimientos. Los intérpretes, prestos a la acción, miran atentos la batuta (sugestivo instrumento); se miran también entre sí y sonríen, se les nota el juego: la risa contagia también al público por el placer que produce la sorpresa, por el deleite de la creación que nace en el diálogo y la seducción. Creación inagotable pues, desde su concepción misma, es mera potencia, apertura, cuna para la imaginación y para la voluntad de jugar con la que se reúnen quienes quieren jugar. La Big Band de Bogotá así lo asumió en el Jazz Al Parque de 2011, interpretando en tres ocasiones la Cuarta Sinfonía Municipal bajo la batuta incitante de Velandia, en contra de los prejuicios y los pudores de algunos entendidos en esta música no encasillable de la improvisación. Quienes persisten en esta mirada castrante, quizás puedan sentirse más tranquilos con la invención que hace Velandia de su propia Bin-Ban en el apocalíptico 2012, para interpretar con músicos bogotanos su Quinta Sinfonía. 

Paralelo a estos procesos de creación, cautivados con la idea de una base estructural sencilla y a la vez infinita, corrían en la imaginación de Edson, dice él, sus vivencias por la América del Sur que conoció su música en vivo durante la gira Piedecuesta-La Patagonia 2010. Cuando todos creíamos que su fascinante dominio de la palabra estaba inspirado en el potencial de los refranes campesinos, de los dichos populares y de las expresiones cotidianas, sus oídos se encontraban con acentos, sonoridades y nombres que diluían los límites de la prosa. Así, la glosolalia que le da estrofas a los temas de la Rasqa-Morse nos deja ver la escucha aguda que caracteriza el ingenio de Edson Velandia, su versión enriquecedora de la lectura como un acto de atención, de parar bolas, de ver más allá de lo evidente: de limpiarse las orejas.  

Los usos sugerentes y vivaces del lenguaje no abundan en la música que puede ser llamada popular por la complacencia de las emisoras y de los públicos amantes de las convenciones comerciales. Pero dichos usos también son capaces de seducir a grupos no selectos de espectadores a través de sonoridades abigarradas, de experiencias en vivo que se toman en serio al público, liberadas de la presión de un formato sostenible en términos monetarios o de las fáciles metáforas que la radio nos enseña a cantar. Quienes solo lo conocen por sus letras, saben que las odas de Velandia a la sexualidad tal como es en la vida común, a la vida, al amor y a la muerte en sus expresiones sutiles, y a las incoherencias de nuestro contexto político, han un marcado un derrotero durante cinco años de rumba. Fiesta propicia para desacostumbrar la escucha habituada a los discursos pobres, tarea que muy útil sería extender a públicos cada vez más amplios. 

La obra de Edson Velandia es entonces la de un rascabuches singular: un músico que afirma el carácter ocioso del arte, en oposición al imaginario que vincula dicho carácter con la vagancia o con la fama gratuita. Por eso no es de los que se rasca el buche sino de los que se rasqa el coco: su trabajo le da garrote a la comodidad de muchos artistas y a la pereza de los políticos, al conformismo de los que esperan conservadores acordes para pararse a bailar y a los que perdieron el ánimo de jugar con el que todos nacemos. 

miércoles, 16 de mayo de 2012

E l o g i o a la l e n t i t u d



En el mundo moderno, estamos tan acostumbrados a la velocidad, que nos llenamos de impaciencia cuando una persona habla despacio o, cuando come con parsimonia o, cuando requiere demasiado tiempo para una sola tarea: se vuelve un reto ser amigo de un tartamudo, de un anciano y de un niño. 

Inmersos en una lógica de la aceleración, logramos enfurecernos cuando alguien obstruye nuestra marcha presurosa por las calles, y nos resulta inadmisible que la conexión a Internet esté lenta. En las ciudades siempre tenemos afán; no sabemos por qué ni para qué, pero ahí las acciones parecen estar cada vez más marcadas por el ímpetu de la urgencia.

Así, más rápida que paulatinamente, las actividades que reclaman una actitud pausada van quedando atrás, disponibles nada más para aquellos que, a riesgo de parecer insensatos, quieran ir despacio. Por ejemplo, hacer paseos vespertinos para tomar el aire, leer una novela, aprender por gusto un oficio, pintar o, pasar tiempo en familia, cada vez más parecen hábitos de una cultura remota, sin cabida en nuestras atareadas vidas.

Pero lo cierto es que, tal como lo evidencia el recurso moderno de la cámara lenta, solo aquello que va despacio se deja ver bien. Solo el que se detiene puede mirar y escuchar del todo. Palpar también. Al vivir corriendo, muchos momentos sutiles, mágicos o deliciosos de la existencia se nos escapan para siempre. Un gesto, un impacto irrepetible de luz, un tono de atardecer. Habitamos el día a día (¿lo habitamos, en verdad?) inadvertidos en relación con los detalles, la minucia, los matices. Pues, por ejemplo, ¿cuánta piel del amado deja de conocer el amante cuando no besa sus pies, no contempla su espalda, no acaricia sus muslos, no susurra en su axila? ¿Cuánto no dejamos de descubrir en nuestros seres queridos cuando no tenemos el ánimo de oír sus lejanas historias, sus profundas ideas? ¿Cuántas palabras, imágenes o sonidos se nos quedan sin descubrir por falta de curiosidad? Y, así también, ¿cuánto de nosotros mismos dejamos de conocer cuando no conseguimos observarnos, en medio de la ansiedad que nos produce la urgencia de las tantas tareas?

Muchos otros eventos llanos de la vida cotidiana reflejan lo que dejamos escapar por ir a las carreras. Al comer de afán, por ejemplo, nos perdemos las texturas de los alimentos con que nos nutrimos y la danza entre sus sabores. ¿Nos nutrimos, de hecho? Pues, ¿cuántas veces hemos sido conscientes del acto de masticar? ¿Nos deleitamos realmente con los atributos de aquello que decimos que nos gusta? ¿Saboreamos las burbujas de una cerveza, el jugo de una fruta al morderla, el crujir de una lechuga, el derretir cremoso de un helado? Dicen incluso, que cuando uno come de afán o distraído, la comida no le alimenta. Algo sensato debe haber en esta idea, dado que la asimilación, en todos los sentidos a que dé lugar tal fenómeno, demanda tiempo y concentración de esfuerzos.

Así, por ejemplo, ocurre con el desarrollo de habilidades en cualquier campo de la actividad humana: solo es posible mediante la práctica continua y paciente, análoga a la labor de las hormigas, poco a poco. Olvidamos entonces, en el mundo moderno, que el tiempo es un atributo constitutivo del aprendizaje humano, como de todo proceso de asimilación. El conocimiento solo se perfecciona (y nunca del todo, o sea que es mejor decir se va perfeccionando; se amplía, se profundiza) en la medida en que se da lugar al entrenamiento, a la repetición, pues no asimilamos lo aprendido, o, más bien, no aprendemos, solo con tener noticia de datos, sin habernos dado la oportunidad del encuentro con los propios errores y con las propias dudas, cosa que implica una dilación en el hallazgo de resultados. Pero en la era del googlecentrismo, la espera que se inicia en todo trabajo de investigación empieza a convertirse en un evento mitológico. Éste puede sonar a adjetivo exagerado, pero no lo es, si uno piensa por ejemplo en el desconcierto de los niños cuando escuchan que antes no había Internet ni celular, que el correo postal era una realidad habitual y que no siempre existieron los viajes en avión.

Entre tanto, y por difícil que sea de aceptar, no cabe duda de que todo lo que se haga despacio, con calma, sin afanes, con entrega a la duración que cada cosa entrañe por sí misma (como hacer el amor, cocinar, escribir, pasear…), nos ofrece mayores probabilidades de experimentar, de sentir, de imaginar, de prestar atención. Así, cuando hacemos las cosas despacio, cuando no obramos amarrados al afán, a la prisa, cuando estamos dispuestos a desacelerarnos, nuestras vivencias se hacen más penetrantes, más fructíferas. Se amplían entonces nuestras posibilidades de deleite en cada efímero momento.

Lo que va lento dura más. Se estira, nos da tiempo de contemplar más aspectos y, por lo tanto, de enriquecer nuestro conocimiento de la realidad. Lo lento, además, demanda menos esfuerzo y se desenvuelve mejor. De nuevo la comida nos ofrece una imagen acertada al respecto: sabemos que el fuego lento permite que los alimentos se acoplen mejor entre sí, que se impregnen unos de otros, que se ablanden según su propia naturaleza, que desarrollen sus propiedades intrínsecas. De modo análogo, el deseo que se deja cocer al calor de la entrega lenta, de besos pacientes y de caricias dedicadas, es capaz de producir un placer más intenso y real que el deseo afanado y precoz que solo busca saciar un impulso inmediato. Se habla entonces de completitud, en un sentido más adecuado, cuando se han tenido los sentidos despiertos y el ánimo dispuesto, es decir, cuando a cada cosa se le ha dado su tiempo.

Por otra parte, la lentitud también tiene la virtud de darnos un mayor margen de acción, como la lluvia que no cae de sopetón y nos da tregua para buscar el refugio. Todos tenemos la experiencia del yerro, que en más de una ocasión se habría podido evitar, de habernos detenido un momento a pensar; de no habernos adelantado a obrar con la fuerza ciega de la inmediatez, del ya, como yo lo digo, cuando yo lo necesito. La ilusión de la aceleración. Vano es, en efecto, el anhelo que tenemos los humanos cuando soñamos con poder devolver el tiempo y revesar sus amarguras. Es audaz el ctl+z, pero carece de la infinitud de la arena.

De manera que elogio la lentitud, porque favorece el proceso natural del adiestramiento y de la nutrición, orgánica y metafórica, en la vida humana; la elogio también, por la opción que nos da de cuidarnos en nuestra acción, bien sea para atenuar nuestra tendencia natural al equívoco, bien sea para alcanzar una mayor fruición en el día a día, tan escasa en la premura que caracteriza a la vida moderna. Después de todo, ¿de verdad hacemos más al vivir acelerados? Vísteme despacio, que llevo prisa.