jueves, 17 de mayo de 2012

Las invenciones de un rasqabuches garrotero


Cuando Edson Velandia anunció la disolución de su banda Velandia y La Tigra, muchas voces de desacuerdo y de tristeza se hicieron escuchar. Lo mismo ocurrió cuando Jorge Pardo, trompetista y después también tecladista de la banda, la dejó hecha un trío por irse a su natal Cartagena. Lo mismo, cuando Gabriel Matute, bajista, y Juan Pablo Cediel (acordeón y teclados) dejaron las tierras garroteras en pos del Primer Mundo, Dimitro Ryesnik (trombón) tiró la toalla, y la banda se convirtió en cuarteto. Y así se habló también cuando Cabuya se disolvió para dar paso a Malalma y a Velandia y La Tigra. Los públicos son caprichosos. 

Pero el trabajo de Edson Velandia como músico que compone lo que graba, ejecuta lo que inventa, produce lo que vende y vive de su oficio, está más allá de la contingencia de una banda y de un repertorio conocido. Aunque las letras de los temas grabados con sus bandas han sido, en buena medida, las responsables de su fama, la obra de este artista muestra una nutrida afición por el amplio poder de la voz humana y de los lenguajes expresados mediante instrumentos que se dan cita en fiestas de músicos, de las que salen grabaciones para saborear texturas y colores sonoros, y para pensar, para parar oreja en medio del ruido comercial.  

En los discos de Velandia se destaca un ánimo de juego que los no iniciados reconocemos con facilidad en la picardía de las historias que sus canciones cuentan y en las risas que nos despiertan sus usos ingeniosos de la palabra, aun cuando éstos canten verdades amargas: la suya, es una manera suspicaz de reinventar modos de decir las cosas, no solo a través del sonido sino también a través de la presencia. Pero, aun para los que no somos músicos, su voluntad juguetona se expresa también en el carácter osado y versátil de sus obras para concierto, libres de los condicionamientos de un formato. Un tiple y tres trombones tienen tanto para hacer juntos, acompañados de una batería a incansable contratiempo, como dos pequeños teclados y una voz entrenada. La creación, nos lo confirman estos detalles de la presentación de la Rasqa Morse a cargo de la Orfestra de Velandia, no ve en los números un límite, porque la buena música se hace tanto en dúo o en trío como en big band; con disco o sin él; en la Plaza de Lourdes y en la de Piedecuesta. 

Esta libertad que asumen los músicos independientes en un país como el nuestro, ha hecho que el trabajo de Edson Velandia, más allá de sus seis grabaciones en estudio y de sus contribuciones para cine (durante cinco años de autogestión), muestre hoy otros vigorosos y variados frutos.     

En 2009, presentó en el Parque Central de Piedecuesta sus tres primeras Sinfonías Municipales, dirigidas por él e interpretadas por la Banda de Vientos de los garroteros, quienes, comiendo su mazorca o su raspado de domingo, miraban con desconfianza a ese joven director poco solemne que, más que dirigir a los músicos, parecía jugar con ellos: sus melodías no eran de esas de cómodos adornos a que estamos habituados quienes crecimos bailando el son de las orquestas de pueblo. Las Sinfonías 1-3 de Velandia fueron grabadas en 2011 por Asdrúbal, banda bogotana, en un uno de los pocos lugares de la ciudad dedicados al cultivo de la improvisación: Matik-Matik. Así, este coletazo del Jazz Al Parque de 2011 le recordaba al público atento que la música, en todos los sentidos, es universal, pues el encanto que es capaz de producir una composición avispada nada tiene que ver con la formación (que no es sinónimo de entrenamiento), la edad o la fama de los músicos, ni con la cantidad de directores o de intérpretes que se la jueguen en escena. Tiene que ver con lo que ofrece al ponerla en escena. 

Las Sinfonías Municipales nacen de una composición cíclica, una base simple para ser recreada en vivo, según surja el encuentro entre los músicos y el director, los ánimos en la ocasión: una estructura para el juego en la que todos inventan, componen casi, en tiempo real a través de sus movimientos. Los intérpretes, prestos a la acción, miran atentos la batuta (sugestivo instrumento); se miran también entre sí y sonríen, se les nota el juego: la risa contagia también al público por el placer que produce la sorpresa, por el deleite de la creación que nace en el diálogo y la seducción. Creación inagotable pues, desde su concepción misma, es mera potencia, apertura, cuna para la imaginación y para la voluntad de jugar con la que se reúnen quienes quieren jugar. La Big Band de Bogotá así lo asumió en el Jazz Al Parque de 2011, interpretando en tres ocasiones la Cuarta Sinfonía Municipal bajo la batuta incitante de Velandia, en contra de los prejuicios y los pudores de algunos entendidos en esta música no encasillable de la improvisación. Quienes persisten en esta mirada castrante, quizás puedan sentirse más tranquilos con la invención que hace Velandia de su propia Bin-Ban en el apocalíptico 2012, para interpretar con músicos bogotanos su Quinta Sinfonía. 

Paralelo a estos procesos de creación, cautivados con la idea de una base estructural sencilla y a la vez infinita, corrían en la imaginación de Edson, dice él, sus vivencias por la América del Sur que conoció su música en vivo durante la gira Piedecuesta-La Patagonia 2010. Cuando todos creíamos que su fascinante dominio de la palabra estaba inspirado en el potencial de los refranes campesinos, de los dichos populares y de las expresiones cotidianas, sus oídos se encontraban con acentos, sonoridades y nombres que diluían los límites de la prosa. Así, la glosolalia que le da estrofas a los temas de la Rasqa-Morse nos deja ver la escucha aguda que caracteriza el ingenio de Edson Velandia, su versión enriquecedora de la lectura como un acto de atención, de parar bolas, de ver más allá de lo evidente: de limpiarse las orejas.  

Los usos sugerentes y vivaces del lenguaje no abundan en la música que puede ser llamada popular por la complacencia de las emisoras y de los públicos amantes de las convenciones comerciales. Pero dichos usos también son capaces de seducir a grupos no selectos de espectadores a través de sonoridades abigarradas, de experiencias en vivo que se toman en serio al público, liberadas de la presión de un formato sostenible en términos monetarios o de las fáciles metáforas que la radio nos enseña a cantar. Quienes solo lo conocen por sus letras, saben que las odas de Velandia a la sexualidad tal como es en la vida común, a la vida, al amor y a la muerte en sus expresiones sutiles, y a las incoherencias de nuestro contexto político, han un marcado un derrotero durante cinco años de rumba. Fiesta propicia para desacostumbrar la escucha habituada a los discursos pobres, tarea que muy útil sería extender a públicos cada vez más amplios. 

La obra de Edson Velandia es entonces la de un rascabuches singular: un músico que afirma el carácter ocioso del arte, en oposición al imaginario que vincula dicho carácter con la vagancia o con la fama gratuita. Por eso no es de los que se rasca el buche sino de los que se rasqa el coco: su trabajo le da garrote a la comodidad de muchos artistas y a la pereza de los políticos, al conformismo de los que esperan conservadores acordes para pararse a bailar y a los que perdieron el ánimo de jugar con el que todos nacemos. 

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