miércoles, 13 de marzo de 2013

Una repartición problemática


En Bogotá, no solo la distribución del espacio público es lamentable; también lo es la del espacio privado.

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A finales del mes pasado, El Espectador reseñó un informe del Departamento Administrativo de la Defensoría del Espacio Público (DADEP), en el que se presenta un balance negativo sobre la distribución del espacio público en Bogotá. En 1998, el decreto 1504 estableció que las ciudades deben contar con 15 metros cuadrados de espacio público por cada habitante; Bogotá le ofrece hoy 3,9 metros a cada habitante. Este balance puede sorprender a quienes recuerdan los premios de urbanismo que ha recibido la ciudad en los últimos años, como por ejemplo el Premio Urbanismo y Salud que le otorgó en 2010 la OMS. Esta organización, digámoslo para atizar la sorpresa, ha sido la encargada de fijar un indicador ‘óptimo’ de la cantidad de zonas verdes que deben estar disponibles por cada habitante en cualquier ciudad. Es un hecho: la forma de agrupar las edificaciones y de distribuir vías peatonales y áreas arborizadas tiene un impacto directo en la salud de las personas. 

En este sentido, quien recorre los parques, las ciclorutas y las alamedas de las localidades Teusaquillo, Barrios Unidos y Santa Fe, podrá sentir que está en una ciudad generosa con sus áreas públicas. Sin embargo estas localidades, que cuentan con la mayor área de espacio público en la ciudad, constituyen una parte minúscula de su área urbana. Bogotá tiene 20 localidades de las cuales, por mencionar solo los casos más visibles, San Cristóbal, Simón Bolívar, Rafael Uribe, Bosa y Usme tienen un importante déficit en esos beneficios urbanísticos tan favorables a la salud de las personas que la OMS resume como ‘zonas verdes’.

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Pero este asunto de la distribución del espacio disponible en una comunidad resulta más complejo de lo que podamos imaginar al pensar en un parque limpio. Recordemos que el espacio común corresponde no solo al inventario del Distrito (avenidas, plazas, monumentos), sino también a los terrenos en los que se distribuyen las edificaciones privadas. El espacio común concierne incluso a los recursos que se invierten en la urbanización, de los cuales depende levantar un condominio junto a un bosque, o un barrio alrededor de un basurero. En otras palabras, la calidad de vida en una comunidad abarca tanto las condiciones de sus áreas en común, como las de sus áreas privadas, y en ambos casos está en juego un modo concreto de repartir el espacio del que se dispone en una ciudad. Esto fue algo que comprendí cuando estuve orientando talleres de lectoescritura en el barrio Rincón del Lago, uno de los más de doscientos que pueblan las colinas limítrofes de nuestra ciudad con Soacha.

Una de las niñas que asistían a mi taller vivía en una casa donde el inodoro quedaba en la sala, así, como un mueble más, al frente del televisor. En esa casa vivían padrastro, mamá, abuelo y cuatro de los hijos: dos varones, de 13 y 19, y dos mujeres, de 16 y 7. En la casa había solo dos habitaciones. En una, dormían todos; en la otra estaban la cocina y la sala. Si uno en verdad visualiza este espacio, que no era de 100, de 60, ni siquiera de 30 metros cuadrados, fácilmente podrá sospechar consecuencias adversas para todos los miembros de esta familia. Eran, en realidad, perversas.

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Para llegar allí, yo tomaba en la Carrera Décima un bus del que, luego de unas dos horas, me bajaba llena de polvo y de sopor; al completar el ascenso por las vías encementadas de Ciudad Bolívar, se desprenden trochas en todas las direcciones, que se expanden hacia barrios donde abundan tugurios, cúmulos de basura, depósitos de chatarra y de otros desechos, hornos de cal en algunos casos (como el barrio San Joaquín), perros y niños. El descenso hacia Rincón desemboca en un lodazal pútrido que, en su momento, fue el lago que le dio el nombre al barrio. La única área pública de esparcimiento en el barrio es una cancha de baloncesto bordeada por hilos de agua contaminada, que en temporada de invierno queda inhabilitada por el barro y algunos desperdicios. 

Recuerdo que la primera vez que fui me sorprendió un esténcil, pequeño y precario, que en un muro diagonal a la cancha advertía que ese era un territorio AUC. Nunca pregunté por la procedencia de un anuncio semejante, pues los hechos de los que tuve noticia, a medida que continué visitando el barrio capitalino, me dijeron lo suficiente. Una de las primeras advertencias de la directora del centro comunitario que acogía mis talleres fue que nunca permitiera que me cogieran las cinco de la tarde en el barrio. En Rincón, igual que en varios barrios aledaños, había un riguroso toque de queda que comenzaba a las siete de la noche y, como en Bogotá comienza a oscurecer tan temprano, lo mejor era que no hubiera gente ajena al barrio luego de las cinco. Cosas escabrosas que no circulan en los medios de comunicación ocurrían allí. Por la época en la que comencé a ir, por ejemplo, habían asesinado a un niño (allí, muchos niños son acogidos pronto por redes delictivas) y como lección para la comunidad, solo los asesinos tuvieron autorización para asistir al entierro.

A la luz de estas imágenes que saco de mi memoria, encuentro que la relación entre bienestar y espacio de convivencia es mucho más elemental que un cálculo de cemento y de árboles para darle senderos amables a un sector de la ciudad. Como bogotana, no es que no celebre la existencia de ciclovías y de andenes anchos, pero esto es sobre todo porque vivo en una de las tres localidades privilegiadas. Recuerdo que la primera vez que regresé de Rincón y caminé por el centro de la ciudad, me sorprendió la elemental presencia de los andenes a mi paso; me di cuenta de que para que hubiera andenes, se necesitaban calles pavimentadas, y éstas a su vez, implicaban la adecuación de los alrededores: casas en vez de cambuches, cauces planificados para las aguas, sistemas organizados para la administración de desechos. Pero las deficiencias, como  las soluciones, resultan cíclicas. ¿Por dónde comenzar?  

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El estudio referido del DADEP ratifica que en Bogotá hay un desarrollo urbano ilegal superior al legal, lo cual indica que las prioridades de crecimiento para las administraciones distritales no han ido de la mano con el crecimiento de la ciudad durante los últimos 60 años, marcado por las crecientes oleadas del desplazamiento forzoso. En este sentido, el desequilibrio que se refleja en la repartición de las áreas públicas no tiene que ver solamente con el espacio exterior. Tanto los terrenos que los urbanizadores licitan en el norte como los que generaciones y generaciones de desplazados ocupan en el sur, son los territorios de la ciudad. Y si en un caso hay apartamentos de 60, de 100, de 200 metros cuadrados, en cuyos alrededores se extienden agradables zonas de esparcimiento, mientras que en el otro, no, esto corresponde a criterios puntuales de distribución que continúan trazando la historia de nuestra ciudad.

1 comentario:

  1. me deja sin palabras este relato. el disfrute más básico se convierte en un lujo. lo bello es negado por el azar del nacimiento... y no pasa nada. tu artículo, sin ser sensiblero, le pega al corazón. valga decir también que admiro el trabajo que realizas. te recuerdo siempre con mucho amor.

    G

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Ohpina